Kelvin Brito.-
Todo escritor que quiera –o pretenda- ser tal debe escribir constantemente. Tal afirmación es un hecho que sería absurdo cuestionar e incluso comprobar: desde el científico, que convalida sus hipótesis por experimentos, hasta el más afamado ensayista, saben que deben aprender a comunicar sus conclusiones y pensamientos por escrito para darse a conocer a sí mismos y a su obra. Y no desdeñan en publicarla en cualquier medio impreso, ora una revista, ora un periódico. Tanto mejor si es un libro.
Un literato, pues, debe escribir para darse a conocer y sobremanera pulir su redacción y escritura. Para lograr esto no puede ceñirse a un campo específico de la literatura. Tomando esto último en consideración, no es de extrañar que eminentes luminarias de la talla de Mario Vargas Llosa, Rómulo Gallegos, Carlos Fuentes, Mariano Picón Salas, Julio Cortázar y Miguel Otero Silva soltaran su pluma, cada uno a su manera, en la ensayística, la crónica, la poesía y el periodismo.
De este grupo de intelectuales acaso no exista alguien que desarrollara tantas facetas como Gabriel García Márquez. Al colombiano no sólo le bastó con ser un excepcional novelista, sino que su labor como cronista, cuentista, reportero y ensayista no puede ser omitida si se quiere entender a su persona en toda su dimensión.
Además de los títulos antes enunciados, se le deben sumar los de discursista y orador. Si bien “Gabo” no fue tan conocido en estas disciplinas, las mismas son fundamentales para comprender y complementar su personalidad. Por ello Literatura Mondadori no dudó en publicar en 2010 una compilación de sus discursos bajo el título Yo no vengo a decir un discurso.
El curioso nombre de la obra es extraído del primer discurso que el Premio Nobel pronunciara en 1944 en el Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá, donde deja en claro su rechazo al género, posición que es reafirmada en La Habana en 1986 cuando considera al discurso “…como el más terrorífico de los compromisos humanos…” Partiendo de esto, no asombran las escasas páginas que componen el libro compilatorio, ni la corta extensión de la mayoría de los discursos allí contenidos.
Muchas cosas llaman la atención cuando se lee el texto. En primer lugar que ya sea en Venezuela, Colombia, México, Estados Unidos, Suecia o La Habana, el lenguaje de García Márquez es siempre el mismo: llano, jocoso, no se peca si se le denomina de popular o coloquial. García Márquez es siempre el mismo, sin importar el auditorio al cual se dirige.
Otro denominador común es la diversidad y variedad de temas. Su preocupación por la realidad latinoamericana, su afición al cine, el gusto por la poesía, sus amistades del medio literario e intelectual, el periodismo como profesión… Ni siquiera la política, que sería considerada por cualquier otro intelectual como un terreno escabroso del que preferiría no hablar, se salva de los tópicos abordados por “Gabo”. Incluso su invocación a Bolívar se vuelve patente en algunos discursos.
Si pueden sugerirse palabras que se acerquen a definir la personalidad del colombiano, algunas candidatas serían “polémico” y “excéntrico”: Nunca dejó de serlo, y sus discursos no son la excepción. En una ocasión, por ejemplo, llegó a aseverar que:
Esta mañana, en un periódico europeo, leí la noticia de que no estoy aquí. No me sorprendió, porque antes oí decir que ya me habían llevado los muebles, los libros, los discos y los cuadros del palacio que me regaló Fidel Castro, y que estaba sacando a través de una embajada los originales de una novela terrible contra la Revolución Cubana.
No estoy aquí. La Habana, Cuba, 8 de diciembre de 1992.
El simple hecho de decirlo en Cuba infartaría a más de uno. Y no dejaría de sorprender a cualquiera la historia oculta detrás de Cien años de soledad, pues en el último de sus discursos publicado en la recopilación García Márquez cuenta que a la mecanógrafa se le empapó la última versión corregida por él de la novela. Afortunadamente, una plancha de ropa bastó para que la obra no se perdiera para siempre.
Por si esto no fuera poco, relata que tuvo que dividir la obra en dos partes para que se pudiera publicar, pues no contaba con la cantidad suficiente para costear su envío íntegro a la casa editorial. Esto es lo menos sorprendente: la parte que envió fue la segunda, es decir, el final de la novela. Y a pesar de estos curiosos contratiempos, la obra fue publicada tal cual llega a nuestras manos hoy por hoy. Sin duda, Cien años de soledad es de esas obras que debía conocer la humanidad, de esas predestinadas a hacer historia y que marcan un antes y un después en la literatura y narrativa universales.
La importancia de Yo no vengo a decir un discurso radica especialmente en el carácter complementario de las obras de García Márquez. En efecto, después de leer la compilación seguramente el lector, amén de que conocerá una perspectiva distinta del escritor colombiano, disfrutará de su cálida y caribeña pluma enfocada en otros temas, y le permitirá admirar desde un plano mayor el significado de “Gabo” en el mundo literario.
* Kelvin Brito es estudiante de Derecho de la Universidad Monteávila.