Marcos Pantin.-
Cada 14 de enero la prensa nacional reseña la procesión de la Divina Pastora. Es la más concurrida procesión en honor de la Santísima Virgen en el continente. Sin embargo, se elogia más la piedad que la enorme cantidad de peregrinos. Quien no ha estado allí puede albergar un discreto escepticismo: ver para creer. Entre ellos estaba yo.
Llegué a Barquisimeto al anochecer del viernes 13. Esta vez la fiesta cae en sábado. Se espera mucha, mucha gente este año.
Una gozosa expectación inunda la ciudad. Me alojo no muy lejos de la basílica de Santa Rosa, donde se custodia la imagen de la Divina Pastora. Después de cena me sorprenden con un “vámonos a Santa Rosa”.
Caminamos una media hora en la noche fresca, entre los grupos familiares que bajan por las calles hasta la plaza Bolívar, frente a la iglesia. La Virgen no está en su lugar habitual, alta sobre el altar de la derecha, sino bajita, a la entrada del templo. Podemos acercarnos totalmente a su camarín de cristal.
La Divina Pastora cautiva por su candorosa sencillez. Mientras admiro embobado el ingenuo encanto de la imagen, vuela una voz recia y bien timbrada con canción de serenata. Así transcurrirá la noche en un alternarse de canciones y rosarios. Poco antes del alba comenzará un sucederse de misas hasta la que el arzobispo celebra en la plaza a las nueve de la mañana. Al terminar se inicia la Procesión.
Esperamos a la Divina Pastora en la avenida Lara en plena entrada de Barquisimeto. Apretados en el mar de gente se escucha el incesante «¿por dónde viene?» hasta que un aplauso se riega como pólvora y se confunde con el estallido de fuegos artificiales. La Virgen ya está en la ciudad. Me sorprende el fervor de la gente, auténtica euforia colectiva. Al final del día estaré totalmente ganado por esta devoción total, genial, por la Divina Pastora.
La Divina Pastora viene subiendo una empinada cuestas. Sobre un mar de cabezas se asoma la corona que remata el camarín de cristal. Emerge la Virgen en toda su belleza, con la alegre cadencia que le dan los portadores mientras se abren paso entre la multitud.
Ahora todos callan. Conmueve esta mezcla de asombro enamorado, de reverencia orante. Solo rasga el silencio un alternarse de requiebros: «Â¡viva la Divina Pastora!»;»Â¡pero qué bella estás!», y las estrofas de su Himno que los locales conocen de memoria: ¡Oh piadosa y amante Pastora! De las almas dulcísimo amor, oye el himno que cantan, señora, los que te aman con santo fervor…
Perdido en mi contemplación me bajan a la tierra:
_ Vente. Vamos a caminar la Divina Pastora.
El objetivo es ver a la Virgen. Para esto te colocas en cualquier parte del camino, luego la acompañas rezando por el trecho que quieras.
Mientras camino y rezo hago una improvisada exploración sociológica a mi alrededor. Este que tengo al lado debe ser médico o abogado; y aquel otro, obrero o albañil. Esta mujer tiene manos de campesina y aquella se paga una buena peluquera. Pero todos rezan y mientras más me acerco a la imagen el recogimiento es más intenso.
A medida que avanzamos los que aguardan junto a la avenida interrumpen su conversación para contemplar a la Virgen pasar, y va corriendo una especie de euforia espiritual que se desborda en piropos y canciones a la Pastora. Es un encantador balance de oración y de fiesta.
De tanto mirar a la Virgen no me percato de tantos que van descalzos sobre el ardiente pavimento. Sorprendido, escudriño sus rostros. No hay una mueca de agobio. Más bien transpiran un gozo y una fe envidiables: agradecidos cumplen alguna promesa a la Madre de Dios. Es una fe expresada en penitencia recia y silenciosa. Tanta generosidad no es el arrebato de un momento. Es un amor que se anhela y madura durante doce meses, un año, otro año.
A mediodía llegamos a la plaza Macario Yépez. La Divina Pastora se detiene un rato a escuchar a La Pequeña Mavare, orquesta tradicional que por décadas le ofrece este concierto a la Virgen. Seguidamente monseñor Antonio López Castillo, arzobispo de Barquisimeto, lee un encendido discurso muy adecuado a la realidad actual venezolana.
Continúa la procesión. La Virgen va atravesando la otra mitad de la ciudad hasta llegar a la Catedral poco antes del atardecer. El mismo fervor, la misma piedad, el mismo entusiasmo se encarna ahora en rostros más morenos, fisionomías más de aquí. Es un candor que cautiva.
Entre luces de cohetes llega la Divina Pastora a la catedral. Ríos de gente acuden a la inmensa explanada desde todo el oeste de la ciudad. La solemne Eucaristía se celebra en un estrado erigido frente al templo.
Ya es de noche cuando termina la Misa y la Divina Pastora duerme en la Catedral. Por un año más se ha cumplido la promesa de llevarla desde Santa Rosa cada 14 de enero. Van 161 años y el fervor en aumento.
De regreso vamos caminando entre la multitud. Contentos, barajando imágenes. Aquietada la emoción, trato de identificar las razones que hacen tan especial esta experiencia. Vuelve a mi mente aquello que una vez me dijeron:
_ Si quieres saber cómo es la Procesión necesariamente tienes que ir. Y si vas, repites el año siguiente.
Es que toda la ciudad se vuelca hacia la Procesión y en servicio de los peregrinos. Casi que cada familia hospeda algún visitante. Quien tiene una granja regala frutas a sacos; muchos reparten botellas de agua mineral. Cualquiera te invita a un plato de hervido en el zaguán de su casa o, al menos, te brinda un vaso de agua fría. Lo hacen porque la Procesión es muy suya, y en muchos casos para agradecer un favor concreto recibido de la Pastora divina.
La actitud de los barquisimetanos es que la Virgen viene a visitar Barquisimeto y pasea por la ciudad, contenta, complacida por tanto fervor. Además, viene derrochando misericordia. Por eso también hay lugar para el malandrito arrepentido que hoy hace penitencia, porque lo visita su Madre que lo quiere y lo perdona.
Barquisimeto es encrucijada natural del occidente del país. Han venido de los cuatro vientos y hoy se duplica o triplica el número de habitantes. Es difícil poner cifras a la concurrencia. Muchísimos hacen la procesión completa, los demás acompañamos a la Virgen por varias horas. La prensa imparcial estimó este año una asistencia de tres millones de personas.
Creo que el encanto particular de la Procesión responde a la “fuerza activamente evangelizadora de la piedad popular”, de la que habla el papa Francisco. En verdad este es un pueblo que “se evangeliza continuamente a sí mismo” (EG 122). Lo digo a modo personal y por las historias de tantas personas con las que compartí este día.
* Marcos Pantin fue capellán de la Universidad Monteávila.