María Eugenia Peña de Arias.-
Hace casi 80 años Orson Welles transmitió por CBS su célebre adaptación de La guerra de los mundos de H.G. Wells, que causó pánico entre muchas personas. Una conexión tardía a la emisora radial, poco conocimiento de cómo validar la información y una inclinación a creer en los marcianos fueron factores que condicionaron respuestas irracionales en los oyentes. Muchos empezaron a creer entonces que los medios de comunicación eran todopoderosos, capaces de inocular contenidos y generar conductas en las personas.
Años después, aclarada la confusión sobre la supuesta omnipotencia de los medios gracias a muchas investigaciones, Maxwell McCombs y Donald Shaw advierten que los medios no tienen efectos limitados como se creía hasta los 70. Más bien afirmaban que los medios tienen el poder de decirnos en qué asuntos pensar. Más adelante llegan a aseverar que los medios incluso influyen en cómo pensamos sobre los temas. Su teoría tiene una base incuestionable: la principal fuente de información sobre los asuntos públicos son los medios de comunicación. De ahí el enorme esfuerzo de políticos por aparecer en ellos o por silenciarlos cuando les resultan adversos.
En tiempos 2.0 esto va teniendo modificaciones importantes, una de ellas es que el monopolio de la diseminación de información ya no corresponde a los medios. La tecnología ha permitido que todos seamos potencialmente prosumidores, productores y consumidores de información… o de desinformación. Si Orson Welles causó pánico sin pretenderlo, imaginen lo que puede ocurrir con agentes interesados en provocar miedo, angustia, desesperanza, desconfianza, a través de las redes sociales.
No hay que tener una imaginación demasiado creativa, ya lo estamos viviendo. El pizzagate, nombre con el que se conoce el hecho de que un hombre entró en una pizzería en Washington y descargó su rifle de asalto porque en el local funcionaba una red de pedofilia supuestamente dirigida por el Partido Demócrata – noticia que encontró en las redes sociales -, Â es solo uno de los muchos y lamentables ejemplos de la desinformación a la que nos enfrentamos en estos momentos.
Ante casos como este, las personas comenzamos a desconfiar en nuestra capacidad para distinguir entre realidad y mentira. Un reciente estudio del Pew Research Center señala que el 88% de los norteamericanos cree que este tipo de noticias puede causar confusión y el 15% dice haber perdido la confianza en su capacidad de reconocer las mentiras. Se ha estudiado que las tecnologías han aumentado el gap del conocimiento, crece la brecha entre quienes acceden y pueden procesar la información, y entre quienes aunque acceden a la información no pueden procesarla, es decir, conocer la realidad y hacer juicios racionales a partir de la información que tienen.
Este asunto ha disparado las alarmas y ya se pueden conseguir en la web manuales de cómo reconocer si una noticia es falsa. Facebook y Google prometen establecer estrictos controles. Incluso han aparecido iniciativas muy interesantes como FactCheck.org, proyecto de la Universidad de Pennsylvania que tiene como misión defender a los norteamericanos alertando de posibles falsedades diseminadas por los principales protagonistas de la política estadounidense.
Todas estas son iniciativas loables, sin embargo, su alcance será muy limitado si cada uno de nosotros no se decide a tomarse con responsabilidad ese nuevo rol de prosumidor. El que nos metan gato por liebre, o el que creamos que llegan los marcianos – como muchos americanos en 1938 -, no depende solo de que alguien quiera confundirnos o desinformarnos, sino de que nosotros abdiquemos de nuestra capacidad de conocer, analizar y valorar lo que las redes sociales nos presentan; todas estas capacidades humanas que exigen un compromiso real y activo con la formación del propio criterio.
* María Eugenia Peña de Arias es decana de la Facultad de Ciencias de la Comunicación e Información de la Universidad Monteávila.