Kelvin Brito.-
La historia es un área llena de muchos misterios y lagunas. Esta afirmación la sostienen propios y extraños: quienes la estudian o ejercen, y también los que no, ni siquiera se aventuran a cuestionar dicho argumento. Aunque no han faltado escépticos –porque siempre los hay- al final terminan convenciéndose de la certeza pues, en efecto, la experiencia lo demuestra rotundamente.
Particularmente la historia venezolana siempre ha estado rodeada de leyendas, de hipótesis descabelladas que encontraron –y encuentran- cabida en intelectuales, investigadores, periodistas y gentes del común, que no han dudado en dar rienda suelta al imaginario colectivo. Todavía quedan algunos retazos de misterio en ciertas etapas de nuestro pasado, muy ligado por cierto a la figura del caudillo como semi-dios. Las muertes narradas por la historia oficial de José Tomás Boves, Ezequiel Zamora, Joaquín Crespo y Juan Vicente Gómez, por sólo citar unos pocos ejemplos, todavía no convencen del todo a muchos. Por otra parte, acaso no exista una figura en torno a la cual se especule tanto que no sea la de Renny Ottolina, cuyo intempestivo fallecimiento dio pie a teorías que implicaban directamente a los actores políticos de la época.
Hablar de este fenómeno, como lo es la fusión de la historia y la leyenda en Venezuela, ameritaría otro espacio mucho más amplio, por lo que no es intención de este artículo centrarse hoy en ese aspecto. La cuestión que ocupa estas líneas tiene una estrecha relación con los párrafos anteriores, y es lo que concierne a dos archivos personales que desaparecieron por más de cien años de la historia.
Francisco de Miranda y Simón Bolívar han pasado a la posteridad no sólo por ser eminentes estadistas y estrategas, sino también porque fueron sendas luminarias intelectuales, donde la Ilustración encontró dos difusores excepcionales. Y esto no es simple especulación: basta con ver sus escritos para convencerse de ello, documentos que, por cierto, estuvieron a punto de desaparecer.
Estos dos curiosos casos, no tan conocidos por muchos, los narra Inés Quintero en su libro No es cuento, es Historia, obra analizada en una entrega anterior. La autora aborda el perfil del caraqueño universal:
Es un hecho realmente insólito que el archivo de Miranda haya llegado intacto a manos de los venezolanos. Cuando él vino a Venezuela en 1810 a unirse a la Independencia se trajo todos los papeles que había reunido desde que salió de Caracas 40 años atrás. Eran 72 tomos encuadernados en cuero y con letras de oro. Allí estaba el registro completo de su vida: campañas, viajes, cartas, informes y proyectos.
En julio de 1812, derrotada la República, lo primero que hizo Miranda fue poner a salvo su archivo a bordo del barco que tomaría para salir de Venezuela. Pero lo metieron preso y el barco zarpó sin el dueño de los papeles, que fueron a tener a Inglaterra, a manos del ministro inglés para las colonias. Cuando el ministro concluyó sus funciones se llevó el archivo para su casa. Allí permaneció durante 114 años sin que nadie preguntara de quién eran esos baúles.
En 1926, Alberto Adriani y Caracciolo Parra Pérez, dos venezolanos, lograron dar con el paradero del archivo. Milagrosamente los 72 tomos estaban tal como Miranda los dejó en 1812. No faltaba nada. Todo fue adquirido por el gobierno venezolano. Desde ese día reposaron intactos en la Academia Nacional de la Historia, hasta que el Archivo General de la Nación los reclamó en 2010.
 Extraído de Quintero, I. (2012). No es cuento, es Historia (pág. 81). Caracas: La Hoja del Norte.
El precursor de la independencia venezolana, como se deduce de la lectura anterior, era un prolijo escritor, celoso custodio de su diario, donde dejó plasmado sus pareceres sobre los sitios que visitó, personajes que conoció y las situaciones que vivió: un auténtico tesoro historiográfico. Lamentablemente la suya fue una vida marcada por los avatares coyunturales, signada por un triste e injusto final en el olvido de una paupérrima cárcel, y que todavía hoy padece el olvido y menosprecio de su figura. Ya su archivo fue reivindicado, ahora falta que lo sea su persona.
La otra cara de la moneda es el caso de Bolívar. Si bien a la fecha de su deceso no era muy querido entre los colombianos –colombianos entendidos como los habitantes de la Gran Colombia-, la historia lo reivindicó y hoy es sin duda el personaje más importante de nuestro país, sitial que no le ha librado de especulaciones y tergiversaciones a su imagen y sus ideas. Quintero también le dedica unos párrafos al curioso caso de su archivo:
Poco antes de morir, Simón Bolívar ordenó que su archivo fuese quemado. Eran diez baúles con cientos de miles de documentos reunidos a lo largo de su vida, que según su última voluntad debían desaparecer para siempre.
Los albaceas del Libertador no se animaron a cumplir su mandato. Pero, sorprendentemente, decidieron desmembrarlo en tres partes. Una se le entregó a Pedro Briceño Méndez y terminó en manos de una empresa alemana; otra se la llevó Daniel Florencio O´Leary y la heredaron sus hijos y la tercera se la quedó Juan Francisco Martín y pasaron a manos de sus descendientes.
Casi cien años después de la muerte de Bolívar, se reagruparon en Caracas los papeles del Libertador. Los hijos de O´Leary vendieron su parte al gobierno de Venezuela en tiempos de Guzmán Blanco; la sección que tenían los alemanes fue adquirida por el gobierno del general Gómez y, la última tanda, también la compró el gobierno de Gómez al nieto de Martín el año 1926.
Desde esa fecha el archivo del Libertador se encuentra entre nosotros completo y enriquecido con numerosas adiciones. En la actualidad está bajo la custodia del Archivo General de la Nación, luego de estar por décadas en la Academia Nacional de la Historia a salvo del fuego y nuevos desmembramientos.
 Extraído de Quintero, I. (2012). No es cuento, es Historia (pág. 87). Caracas: La Hoja del Norte.
Al terminar la lectura seguramente al lector le carcomerá una duda: ¿por qué Bolívar mandó destruir su archivo? Como en muchas situaciones que enseña la historia, la respuesta nunca se sabrá -probablemente- por el simple hecho de que nunca la dejó plasmada Bolívar en su testamento, pues fue una orden a secas, sin fundamento.
Pero si se atiende a las circunstancias en que se encontraba, es decir, las postrimerías de su trajinada vida, se puede arribar a una respuesta satisfactoria: hay que  recordar que 1830 es el año cuando Bolívar admite haber arado en el mar, el año del deceso de su sucesor político Antonio José de Sucre y, en fin, el año donde su más grande obra, Colombia La Grande, se estaba desintegrando. Entonces, no es descabellado suponer que principalmente dichos factores le hayan llevado a la tristeza que lo embargaba cuando estaba dictando su última voluntad. Este argumento se fortalece si se consideran sus escritos, particularmente su epistolario en 1830, donde se lamenta de su existencia y de lo que hizo a lo largo de su vida.
Indudablemente estos dos archivos peregrinos quedan como testimonio del peor lugar que puede asignar la historia a un personaje o una obra: esto es, el olvido. Muchos permanecen allí por los siglos de los siglos, esperando -a veces en vano- que un investigador empedernido los saque de ese deshonroso rincón y los depure de leyendas y misterios.
¿Qué sería de Miranda y de Bolívar si, por alguna razón, sus respectivos archivos no hubiesen sido encontrados? Se sabría, evidentemente, mucho menos de lo que se sabe en la actualidad de ellos, pero seguirían siendo un blanco perfecto de la leyenda popular, del imaginario colectivo y de la tergiversación política que aún en la actualidad los insensatos hacen de sus personas.
* Kelvin Brito es estudiante de Derecho de la Universidad Monteávila.