Emilio Spósito Contreras.-
La historia nos enseña que las sociedades avanzan y retroceden. Un mismo grupo humano puede desarrollarse, pero también hundirse peligrosamente. Los factores que determinan tales movimientos son muy variados. Algunos son exógenos: cataclismos, guerras, enfermedades… otros, los que ahora nos interesan, son endógenos.
Entre estos últimos, podemos resaltar aquellos que se encuentran en características propias de los componentes de la sociedad: factores físicos como la falta de inmunidad a enfermedades; y factores culturales tales como las prácticas matrimoniales –endogamia, poligamia, celibato–, el manejo preferente de la agricultura o de la ganadería, así como la invención y desarrollo de la escritura.
Pero esta división entre lo que llamamos factores físicos y culturales, no es tajante. De hecho Konrad Lorenz (1903-1989) –premio Nobel de Medicina en 1973–, sugiere que comportamientos positivos o negativos se incorporan a la herencia genética y, lo mismo que un rasgo físico, pueden transmitirse de generación en generación. Obviamente el autor no se refiere a “razas”, sino a la filogenia de toda la humanidad.
Más aún, en su obra Los ocho pecados mortales de la humanidad civilizada (traducción de José Aníbal Campos. RBA. Barcelona 2011), Lorenz subraya la existencia de un instinto de justicia que nos impulsa a reaccionar frente a cualquier comportamiento asocial, lo cual, a pesar de los distintos sistemas morales y jurídicos existentes, son un rasgo exitoso en la evolución del animal humano.
Es decir, el sentido común se encuentra impreso en nuestro ácido desoxirribonucleico, aunque ello no desdiga del valor de la educación para modelar nuestro comportamiento. Para el filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1900), en La Gaya ciencia (1882), la meta del ser humano es precisamente incorporarse el saber, la racionalidad, y volverlo natural, transformarlo en una conducta instintiva.
El gran historiador Edward Gibbon (1737-1794), es conocido sobre todo por su obra Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1776), en la cual señala como causa del triunfo de los pueblos germánicos sobre los latinos, la pérdida de las virtudes que caracterizaron a los romanos, y que fueron alabadas por Juan Jacobo Rousseau (1712-1778) en el libro IV de su célebre Contrato social (1762).
Ahora bien, en nuestro tiempo enfrentamos fuerzas que amenazan nuestro equilibrio filogenético: el relativismo moral y jurídico, el consumismo económico, la inmediatez comunicacional, el relajamiento de las relaciones familiares y sociales o el infantilismo político, entre otros; nos exponen a situaciones límites que nos colocan en situaciones similares a las de especies al borde de la extinción.
En el caso venezolano, además de lo dicho para la humanidad en general, una economía rentista y el populismo, han generado marginalidad y corrupción, males sociales que en poco tiempo, amenazan gravemente nuestra viabilidad como nación. El autoritarismo, la violencia, el colapso económico y el extraordinario éxodo poblacional, son claras pruebas del alarmante deterioro de nuestra sociedad.
Para enfrentar el estado en el cual nos encontramos, además de una buena dosis de optimismo y creatividad, hay que reforzar virtudes como prudencia, reflexión, paciencia, solidaridad, tolerancia, civismo y compasión. Una tarea exigente para una colectividad desgastada y agotada, pero que no tiene otra alternativa que resistir si quiere permanecer o al menos sobrevivir. No en vano, el resto del mundo ha volteado para observar e involucrarse en el dramático y trascendental desenlace de nuestro más reciente trance.
*Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad MonteávilaÂ