Reflexiones universitarias | Aprender a vivir y aprender a pensar (I)

Fernando Vizcaya Carrillo.-

Siempre hay que escuchar a los grandes maestros de la vida. Foto: photopin (license)

La tarea propia del ser humano que está vivo es pensar. Esto es una frase que puede sonar cansinamente a cosa sabida. Pero, por encima de eso, pienso que todo el que ha logrado algo de madurez, una profesión, un modo de amar a los que le rodean, que ha logrado vivir, debe decir o escribir -es algo ineludible para alguien honesto- lo que recibió de sus maestros. Porque la vida viene del Ser supremo y es recibida y aceptada por un ser con esa capacidad. Pero ese Dios que nos da esa vida la ofrece a través de otra persona.

El concepto de maestro es un concepto amplio, pero tiene la impronta del nombre y apellido y la relación con otro ser que nos dio la oportunidad de ver con mayor claridad, “nos dio a luz”, como explicaba Sócrates en el Menon, y eso nos dispuso a la acción recta, cuando el maestro era un ser bueno. Conseguimos también maestros que nos enseñaron cosas que no eran rectas porque ellos no eran buenos. Los primeros se convirtieron en amigos, pues lo que consolida la amistad es la acción virtuosa; los segundos fueron cómplices. En ambos casos hablamos de maestros, gente que enseña.

Recuerdo algunas vacaciones y su relación con gente que no eran de la ciudad, campesinos, labradores y peones de hacienda. Enseñaban las cosas vitales para un joven que les poní­a atención. Se transmití­a, por tradición oral, la sabidurí­a de años y de experiencias vividas por ellos o al menos recibidas de sus padres o abuelos. El uso de palabras que sonaban raras, que causaban risa a nosotros los jóvenes de la ciudad, y que al pasar los años caí­mos en cuenta que eran las palabras propias del lenguaje español. Escribí­a Teresa de la Parra: “Vicente decí­a, como en el magní­fico siglo XVI: ansina en lugar de así­; truje, en lugar de traje; aguaitar, en lugar de mirar; mesmo por mismo; endilgar, por encaminar; decí­a esgí¼azar, decí­a agora, decí­a cuasi, decí­a naide, decí­a cuantimás, decí­a agí¼ela, decí­a vide, decí­a dende; su español, en una palabra, era del Siglo de Oro”

Se fueron formando los instrumentos de pensamiento en esa escuela amplia que es la casa hogareña, los estí­mulos de olores familiares que tranquilizaban el alma, sonidos que llamaban al espí­ritu, y con los detalles y piezas propias de la vida de alguien que va creciendo en edad y también en sabidurí­a. Como escribí­a Nietzsche uno de sus aforismos: “las verdades más valiosas son las que se descubren en último término”. Ver a la abuela cocinar, amasar el pan y tocar la guitarra (olores y sonidos familiares). Los silencios después de la pregunta de niño enseñaban tanto como la respuesta, o quizá más, porque demostraban la reflexión, con la pausa que da la experiencia al buscar las razones y adecuarlas a la edad del nieto. Eran silencios dulces para estar saboreándolos. Palabra y silencio, los componentes de saber pensar y a veces de saber vivir.

Así­ fue pasando el tiempo, como dicen: lento para esa infancia, rápido para la vejez. Pero ambas apreciaciones son falsas, porque el tiempo no es corto ni largo, es el paso inexorable de una cosa a otra. Decí­a Séneca en una de sus epí­stolas a su amigo Lucilio: “debes aprovechar ese tiempo que nos dan los dioses, porque es un tiempo suficiente”. Ese conocimiento del tiempo y de la necesidad de hacer las cosas que Dios nos pide. Así­ escribí­a San Josemarí­a Escrivá: “el tiempo más que oro es Gloria de Dios”. Hacer lo que nos enriquezca el espí­ritu y mantenga el cuerpo en condiciones de soportar ese espí­ritu.

Pero esa consideración del tiempo no puede quedarse allí­. La conciencia del “tiempo sin nada, de vací­os existenciales” de años anteriores, de haberlo perdido, nos debe dar también la conciencia del valor de ese que nos queda. Es el inicio del arte de vivir: aprovechar el tiempo al máximo, en otras palabras, conciencia de los lí­mites. Un lí­mite es estar viviendo, el otro lí­mite es morir, es decir, estar sin tiempo.

Eso tiene que ver con lecturas, en sentido amplio, y con escribir, también en sentido amplio. Saber tener ese amigo siempre con nosotros: un libro bueno, que como el amigo nos enriquece en cualquier sitio, en la espera del médico o en la cola del banco. Y desechar esas publicaciones que no son buenas, porque envilecen el espí­ritu, no son rectas y llevan a desechar el discurrir, y producir inquietudes en la materia, en nuestro cuerpo. La definición de esas lecturas es cierta: “matan el tiempo”.

Escribir, porque en ello nos va el ser personal, en esas oraciones pensadas y dedicadas a un amigo o amiga, ponemos la razón y el sentimiento. Una nota de agradecimiento al devolver un libro, o algo que nos han regalado, evitando las frases hechas y siendo generoso en lo que escribimos. Cuántas veces nos llena de alegrí­a, más que el regalo recibido, la nota que viene junto a ese detalle material.

Aprender a vivir, siendo puntuales, porque de esa manera respetamos al otro. Vivimos la justicia y no quitamos algo tan valioso para mí­ y para otra persona como es el tiempo. La puntualidad es virtud derivada de esa justicia. La tolerancia, muy de moda en estos tiempos, es aceptar el error o defecto ajeno. La caridad es amar a la otra persona en su totalidad. Aprender a vivir, sabiendo escuchar al otro, mirándolo interesadamente y saber argumentar. Saludar y ser saludados. Detalles importantes de ese saber convivir, saber pensar.

* Fernando Vizcaya Carrillo es decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Monteávila.

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