Marcos Pantin.-
Dijeron los ángeles en la primera Navidad:
“No tengan miedo. Vengo a anunciarles una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy les ha nacido, en la ciudad de David, el Salvador, que es el Cristo, el Señor” (Lucas 2, 8).
Es la noticia más importante de todos los tiempos. Después de milenios de oscuridad por fin llega la luz. Los que luchaban sin éxito contra el mal, por fin tienen las armas de la victoria: la gracia de nuestro Señor Jesucristo (Cfr. Rom 6, 9).
Pero detengámonos en la escena: ¿a quiénes hablan los ángeles en esta noche sublime? A unos pastores que dormían a la intemperie cuidando al rebaño. Hombres sin estudios, más bien rudos y mal vistos por los que se preciaban de cumplir la Ley de Moisés hasta la última letra.
¿Por qué los elige Dios para comunicar las primicias de la Buena Nueva? Por ahora no sabemos. Será el mismo Jesús quien lo explique treinta años después: “En aquel tiempo exclamó Jesús diciendo: Yo te alabo, Padre, Señor del Cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, pues así fue tu beneplácito” (Mateo 11, 25 – 26).
La respuesta parecer ser: “A Papa Dios le agrada la gente sencilla y a ellos les revela sus secretos y con ellos comparte sus alegrías”. Así, para entender lo que sucede en Navidad y compartir la alegría de Dios, es fundamental hacernos pequeños.
Por su puesto que no se trata de adoptar actitudes infantiles, posturas artificiales. Se trata más bien de un esfuerzo interno por no complicarnos, renunciar a nuestros intentos de aparecer grandes ante la gente. Más aun, se trata de hacernos servidores de los demás. “Si entienden esto y lo ponen en práctica serán dichosos”. Así se lo prometió Jesús a sus discípulos la noche antes de morir (Juan, 13, 17).
Viendo a los pastores correr llenos de alegría para ver al Niño Jesús, ¿no nos da envidia esta alegría que parece escaparse de nuestras manos, de nuestras vidas? Hacerse pequeños delante de Dios no es sólo la condición para disfrutar la Navidad, el Niño mismo la promulga como requisito para la vida eterna: “En verdad les digo: si no se convierten y se hacen como niños, no entrarán en el reino de los cielos” (Mateo 18, 3).
La Navidad es un buen momento para meditar delante del Pesebre y, en esa luz, examinar en profundidad nuestras vidas. ¡Tantas veces nos complicamos con ambiciones, deseos materiales o de poder, viejos rencores o frustraciones del orgullo herido!
Y si acaso nos ponemos tristes al encontrar tantas cosas caducas en nuestros corazones, no olvidemos el anuncio de los ángeles: “No tengan miedo, pues vengo a anunciarles una gran alegría, que lo será para todo el pueblo”. La alegría de la Navidad es para todos: para los sencillos de corazón y también para los soberbios que luchan por ser humildes.
* Marcos Pantin fue capellán de la Universidad Monteávila.