Alicia ílamo Bartolomé.-
Pedro le pregunta a Pedrito: ¡Epa! ¿Adónde vas? Al lado, a casa de mi amigo Juan. No, ahí no vas. ¿Por qué no? Porque… Pedro no le puede explicar a Pedrito que no quiere que frecuente la casa del vecino porque ese señor no le parece de fiar, no cree que esa familia sea una buena influencia para su hijo. Porque no quiero. Pero papá, Juan es mi amigo y me invitó a jugar con él… No, te lo prohíbo y punto. Pedrito se va lloroso a su cuarto.
Así proceden los adultos cuando no tienen razones para alegar. Prohibir es lo más fácil. En lugar de educar al público para que lo conformen buenos ciudadanos, se sustituye el esfuerzo no hecho con letreros por aquí y por allá: Prohibido echar basura, Prohibido pisar la grama, Prohibida la entrada… Quizás esto tenga buen efecto en otras latitudes, pero aquí, en el trópico bonchón y mal educado, muchas veces produce el efecto contrario:
¿Que no puedo echar mi basura aquí? ¡A ver quién me lo prohíbe, ahí va…!
¿Cómo que no puedo pisar la grama? ¡La piso y la repiso!
Es decir, ese tipo nuestro, tan echón y echao pa’lante, no sólo pisa la grama sino que la maltrata. ¡Pobre grama! Sin ese letrero necio era alfombra mullida para el caminante pacífico, para el paseo romántico de los novios, para los ancianos de paso vacilante, colchón propicio para amortiguar una caída. Total, un jardín es para recorrerlo no para verlo sólo a través de una reja de prohibición.
En los organismos oficiales suele haber unos porteros que se complacen en prohibir que la gente pase hacia adentro y son felices al hacerlo, porque asientan un principio de autoridad que, por supuesto, no tienen. Es más fácil que el ministro nos diga pase adelante a que nos lo diga su portero. Para mí que el verbo prohibir es el preferido de los acomplejados, porque los hace sentirse con todo lo que no tienen: posición, poder, confianza en sí mismos. Mientra sea asunto de conserjes y porteros, la cosa no es tan grave porque su mundo, después de todo, es pequeño. Lo malo es cuando el complejo sube los peldaños de la jerarquía, porque entonces los mandatos y prohibiciones adquieren carácter oficial, de imposición policial y hasta militar. La exhibición de poder lo que traduce es la gran debilidad del pretendido poder. Eso está sucediendo actualmente en Venezuela.
Un señor, guapetón él –ex militar- ha decretado por su cuenta –ignoro con qué derecho- que no se hable mal del ilegítimo difunto. Ha puesto por allí pancartas proclamando esta veda, aun en teatros vacíos de programación. ¿Con qué objeto? Simplemente demostrar una fuerza que no existe, más la tiene un matón de barrio cualquiera o uno de esos pranes de las cárceles. Si es necesario prohibir hablar mal de alguien, será porque todo el mundo lo está haciendo y, en este caso, con sobrada razón. Ese individuo que quieren sacralizar es el autor de la ruina del país, el padre de la criatura y sus incompetentes seguidores y herederos, no han hecho otra cosa que acentuarla. Desastrosa historia de una generación de mandantes sin categoría para serlo, sobreviven porque los apoyan unas fuerzas armadas espurias.
* Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación e Información de la Universidad Monteávila.