Papiro y cálamo | Vocación de dos milenios

Luisa Caruto.-

Las bibliotecas atesoran el saber. Foto: Cristina Ortiz

Reflexionar sobre el esfuerzo en la preservación del conocimiento confirma la función bibliotecaria. Dado que en los albores de la civilización la transmisión verbal de información resultaba insuficiente, surgió la necesidad de crear una forma de difusión más efectiva.

Con el papiro y el cálamo se dio inicio a la escritura y resulta un nombre atractivo para llamar esta columna.

El cálamo era un pincel hecho de caña puntiaguda que se usaba introduciéndolo en un recipiente con tinta, la cual se adherí­a al interior por capilaridad mediante una ligera presión serví­a para escribir. Los cálamos confeccionados con plumas externas de alas de patos, pavos, cisnes o cuervos también eran comúnmente utilizados.

El papiro era una planta propia de las orillas del rí­o Nilo. Crecí­a en abundancia, por lo que fue aprovechada de forma inteligente. Se maceraba y con su savia se engomaba haciendo rollos de una longitud entre 20 a 40 metros. El manuscrito en papiro de mayor tamaño encontrado es el Gran Papiro Harris, con 42 metros de longitud, perteneciente al Museo Británico desde 1872. Luego se elaboró el pergamino, hecho de piel animal, el cual resultó más resistente pero más costoso de fabricar.

En la Edad Media la utilización del códice a cargo de copistas en los monasterios hicieron de los libros un objeto que requerí­a ser guardado y organizado. Luego llegó la fabulosa invención del papel (su creación se le atribuye a los chinos en el siglo VIII) y el libro se convirtió en el objeto que hoy conocemos, siendo el soporte ideal para plasmar las ideas de los hombres.

El trabajo no solo estuvo en la creación y evolución del libro como tal. Egipto fundó instituciones donde se pretendió acumular todo el conocimiento creado por el ingenio humano de todas las épocas y paí­ses hasta ese momento. Esa fue la ambiciosa idea de Alejandro Magno en 331 a.C. con la creación de la Biblioteca de Alejandrí­a.

Calí­maco de Cirene  en el siglo I a.C. contribuyó con un intento de ordenación de forma cronológica de una colección de más de 700.000 volúmenes existentes, es decir, el primer catálogo. Zenódoto de Éfeso serí­a el primer director de tan majestuosa biblioteca y desarrolló un catálogo temático. A Hipatia, filósofa y maestra neoplatónica griega, que se destacó en el campo de la matemática y la astronomí­a, se le atribuye ser la última encargada de la Biblioteca de Alejandrí­a.

La dedicación que tuvieron estas personas para administrar el conocimiento en sus diversos formatos denota la pasión como bibliotecarios. Eso ha trascendido hasta nuestros dí­as en la profesión: bibliotecologí­a.

La función bibliotecaria actual puede ser traducida como gestión del conocimiento. Por ejemplo, el referencista suministra información de cómo opera y qué posee la biblioteca, hace sugerencias de los autores y temas existentes en la colección. En cuanto a la diseminación selectiva de material, el usuario investigador solicita una serie de libros con anticipación, los cuales son localizados al momento de su visita. Se trata de información que suele encontrarse en bibliotecas especializadas.

La modalidad de estanterí­a abierta ofrece un abanico de opciones a pesar de la desventaja que presenta: debido al desconocimiento de la lógica de ordenación por parte del usuario, este toma el  libro del estante y si no le interesa en ocasiones lo coloca en un lugar distinto al que le corresponde, trayendo como consecuencia el posible extraví­o del volumen por desubicación.  Es allí­ donde la asesorí­a del bibliotecario potencia la búsqueda.

Satisfacer las necesidades del usuario está relacionado con la vocación de servicio. Los bibliotecarios, ahora llamados gerentes de información, desde hace más de 2000 años, así­ lo han demostrado.

* Luisa Caruto es coordinadora de la Biblioteca UMA.

* Cristina Ortiz es estudiante de Comunicación Social de la UMA.

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