Francisco Blanco.-Â
Esto es un hecho de la vida real.
Mi mamá es la mayor de ocho hermanos, pertenece a esas familias caraqueñas de los años 60 en la que el papá trabaja, la mamá tiene hijos y lleva el orden de la casa, mientras que la hija mayor se encarga de ayudar a su mamá en todo.
Mi mamá rara vez habla de su historia pero, cuando lo hace, insiste mucho en lo divertida que era su casa con tanta gente todo el tiempo. Mis tías (supuestamente) eran la atracción de la cuadra por lo que es lógico que esa casa esté llena de pretendientes furtivos, amigos, amigotes y gente de paso. Pero, a pesar de esta aparente algarabía diaria de la historia de vida de mi mamá, en su relato se siente siempre un dejo de tristeza, pero una muy sutil, casi imperceptible, porque ella siempre estuvo a cargo de otro y nunca se le permitió ser ella.
Por alguna razón que me excede, mi mamá comenzó a trabajar en el preescolar que estaba a una cuadra de su casa, ahí descubrió no solamente quién es ella, sino su pasión y su primer amor, la docencia.
Muchos años más tarde se casó con mi papá. Margarita y mi hermana Ana, Caracas y vine yo, luego Los Teques los cuatro, y finalmente Carrizal.
Mis papás, desde que los conozco, han tenido una actividad católica laica muy activa, pertenecen a movimientos de formación católica, tienen un apostolado de años y la palabra “no” es desconocida cuando asuntos de la Iglesia se trata.
Eso los llevó a conocer y a ayudar por años a muchos sacerdotes, bien sea en sus cotidianidades como en su trabajo eclesiástico, algunos de ellos avanzaron en su carrera y ocuparon cargos dentro de la estructura de la Iglesia, entre ellos el padre Mario Moronta.
Yo tengo vagos, pero gratos recuerdos, del padre Moronta en la casa de mis papás, su voz era muy presente, siempre con un chiste, siempre con un comentario de béisbol que ni mi papá ni yo entendíamos, mi mamá sí porque es fanática en secreto. Lo que sí recuerdo con claridad es que un día fuimos a una misa en la catedral de Los Teques y mi mamá me dice: “Ahora al padre Moronta le tienes que decir Monseñor”.
Monseñor Moronta citó a mi mamá a su despacho una mañana. Ella nos dejó a mi hermana y a mí en el colegio y se dispuso a ir a Los Teques a ver que necesitaba, él quería saber la opinión de mi mamá sobre un proyecto educativo que un amigo de él tenía en mente, y ella, siendo la maestra apasionada que es, no dudó en estar puntual… como siempre.
Llega al despacho, se anuncia y la dejan pasar. Monseñor Moronta la saluda muy efusivamente, como es su costumbre, y le dice: “Mica (nombre de mi mamá) qué bueno que viniste, este es un amigo que te quiero presentar”. Era un hombre de estatura baja, con voz fuerte que le dice: “Compañera, Monseñor me dice que podemos contar con usted”, ella dice amablemente que no puede y se retira.
Corría el año 1998, ese hombre era Hugo Chávez y esta historia increíble me la cuenta mi madre años después.
*Francisco Blanco es profesor de la Universidad Monteávila