Desigualdad de género: Los hombres también sufren

Jhoan Adrián.-

Los hombres viven en un mundo que no  expresa sentimientos. Foto: photopin (license)

Julián González prefiere quedarse sentado en las escaleras mientras termina el recreo. Intenta callar su llanto ocultando su rostro entre las piernas. Las risas y gritos que suelen comenzar a las 9:00 de la mañana le parecen imperceptibles. ¿Quién podrí­a imaginar que con tan solo 15 años se puede uno llegar a sentir tan miserable? La chica de sus sueños lo acaba de rechazar.

No se puede permitir a sí­ mismo sentir demasiado. Debe aprender a sufrir y superarlo en menos de hora y media, lo que dura el recreo. Cuando suena el timbre Julián se seca sus lágrimas e intenta fingir que no ha pasado nada. Un tono rosáceo se nota en sus mejillas y en el contorno de sus ojos. Sin embargo, Julián se remonta de nuevo en una lucha que apenas comienza.

Al regresar a clases es constantemente cuestionado por su ausencia. Sus compañeros intentan, entre burlas, adivinar lo que estaba haciendo luego de la vergonzosa escena. Julián aprende la primera lección de su vida para ser un hombre respetado: Negar los sentimientos.

“¡Ay mariquito! ¿Estabas llorando?”, vocifera uno de sus compañeros mientras el resto lo acompaña con sus risas. Julián frunce el ceño e intenta parecer lo más serio posible. Por dentro se está muriendo. Los comentarios de sus compañeros le vienen como una puñalada en su estómago. Aunque internamente siente un pequeño temblor, intenta parecer relajado mientras se pregunta cuándo llegará la profesora.

Al comenzar la clase de Biologí­a Julián intenta poner toda su atención para distraerse. Parece que así­ el tiempo se irá volando y podrá volver a su casa. Con la vista perdida en su cuaderno y reviviendo la pena de hace minutos, Julián no logra ver quién lanza el primer golpe.

Rápidamente se lleva la mano a la cabeza mientras intenta encontrar el culpable. Todos parecen aguantar la risa, todos son cómplices, y entiende que está solo. Él sabe que no está en posición de defenderse como le gustarí­a.

Aguantar hasta que se cansen y se metan con otro. Esa es la única forma de sobrevivir al colegio. Ya cansado de recibir golpes y “taquitos”, como les suelen llamar a los trozos de papelillo doblado, Julián confirma que si se puede sentir peor después de ser rechazado en público.

Su único crimen fue haber dicho lo que sentí­a, pero peor aún, fue haber reaccionado de la manera en que lo hizo. Ya con la autoestima destruida, Julián se dirige cabizbajo hacia su casa. Con un remolino de emociones, y la sensación de no saber qué hacer con ellas, se encierra en su habitación.

Prefiere dormir toda la tarde y escuchar música hasta que ya no sienta nada. Es despertado por un golpeteo violento contra la puerta. Su padre, furioso de que su hijo se la pase perdiendo el tiempo, lo recibe de manera hostil. A la hora de la cena, su madre, cómplice de la intentona romántica de su hijo, le pregunta si logró su cometido.

Julián reacciona de manera rebelde, considera que su madre se mete demasiado en su vida. Aunque él sabe que la verdadera razón es que prefiere omitir lo sucedido y no quedar mal ante su padre. Al final del dí­a Julián se encierra nuevamente en su habitación, con sus lí­os amorosos, las burlas de sus compañeros y también el regaño de sus padres por su mal comportamiento. Hemos creado al chico perfecto, el modelo ideal y estereotipo de todas las obras que intentan reflejar la vida de un adolescente: el problemático.

El chico problemático es un mal agradecido. No puede existir un estudiante que no sea un modelo ejemplar de la sociedad. Debemos tratar, por todos los medios, a los problemáticos. La existencia de los chicos rebeldes se debe a la falta de valores en el hogar o el exceso de protección y consentimiento. Si no tratamos estos casos a temprana edad terminarán de la peor forma.

Estas son algunas de las conversaciones que Julián nunca olvidará. Los adultos, a quienes debe escuchar, le dicen constantemente lo mal que está. Luego de haber bajado sus calificaciones y mostrar un comportamiento inadecuado, Julián ha sido perseguido constantemente. Pero ya no son sus compañeros, son sus padres, sus profesores e incluso su psicólogo escolar.

A los hombres se les enseña a no llorar. Foto: photopin (license)

Todos intentan cambiarlo, pero ya el daño está hecho. Ellos buscan en Julián el origen de su problema. Pero la raí­z no estaba en él quién sino en el por qué. ¿Por qué Julián debí­a mostrarse siempre de una manera? Los únicos sentimientos que podí­a permitirse era la ira.

“El hombre siempre debe ser fuerte, serio y racional”, le decí­a su padre mientras lo reprendí­a. Las emociones son para las niñas, Julián debí­a ser siempre firme ante las circunstancias. Él habí­a aprendido las reglas implí­citas de su rol en sociedad, y las aceptó. El sistema, que contradictoriamente lo señalaba, veí­a en él la causa de todos los males. ¿En qué momento Julián pasó de ser una ví­ctima a ser un victimario?

Así­ Julián irá creciendo en una sociedad que lo obliga a ser de una forma, al mismo tiempo que te castiga por ser como quiere que seas. Ahora es padre de familia, terco e inadmisible. Estudió y llegó a ser lo que sus padres tanto anhelaban: arquitecto.

Los cálculos y planificaciones parece ser lo único en lo que destaca. El resto parece haberse quedado congelado, como en su juventud. Su vida familiar conlleva numerosas responsabilidades y conflictos. Julián no sabe cómo enfrentarlos. Solo acumula y acumula en su interior un sinfí­n de conflictos que ya no le despiertan nada.

Su esposa exige comunicación y comprensión, comienzan las peleas. En una tí­pica disputa, de esas que suelen repetirse casi a diario. Ella explota. Empieza a notar todas las carencias y vací­os que él le produce. Vací­os que Julián jamás podrá llenar. Él, cansado de sufrir las aseveraciones ajenas, la golpea.

Así­ transcurren los dí­as, en un constante tira y encoje. Ella no quiere dejarlo, a pesar de todo lo ama y cree que algún dí­a cambiará. La violencia se hace frecuente y aumenta en gravedad. Para luego de unos cuantos meses ella ha perdido todas las fuerzas. Su cuerpo es un mapa que refleja los maltratos de su esposo.

Pese a que la ley la protege, prefiere no denunciarlo, hasta que es demasiado tarde. Julián ahora vive en la cárcel, atormentado por sus demonios. Prefiere quedarse sentado en las escaleras, evitando el descanso con los otros rehenes. Intenta callar su llanto ocultando su rostro entre las piernas. Ya aprendió la lección, no dejará que nadie lo vea débil. Silenciará la culpa que lo carcome y la llevará con él por el resto de sus dí­as.

En aquel entonces murió una mujer más. Otra ví­ctima que aumenta la cifra del paí­s con el í­ndice más alto en femicidios, Venezuela. Sin embargo, un hombre ya habí­a muerto hace años, aunque sigue con vida, tras las rejas, su nombre era Julián.

El sistema parece afincarse en el trato a las mujeres. En un informe del Foro Económico Mundial (2016), Venezuela ocupa la posición 78 de 145 paí­ses. De acuerdo con este ranking, la desigualdad en Venezuela se encuentra en el promedio. Sin embargo, las leyes que regulan el impacto negativo del maltrato a las mujeres son solo un remedio que no ataca las causas, sino las consecuencias.

Millones de mujeres se han levantado con la bandera del feminismo, a pelear su batalla. Lo que no saben es que la lucha no es contra los hombres, ni siquiera contra el sistema. La lucha es contra la cultura.

La desigualdad de género afecta a hombres y mujeres por igual, les cambia la vida. Si bien es cierto que los hombres cuentan con posiciones laborales, polí­ticas y sociales privilegiadas, en muchos casos es a costa de su propia personalidad. ¿Qué hubiera sido de Julián si en aquel entonces le hubieran permitido expresarse de acuerdo a su propia identidad? Tal vez hubiera sido poeta.

Julián amaba la poesí­a. Aquellas letras que penosamente confesó en voz alta su expresión más í­ntima, permanecerán en el olvido. ¿Cuántos Julián mueren a diario? ¿Cuántos de los que vemos caminar ya murieron hace años? ¿Qué se está haciendo por ellos? A Julián le gustarí­a saberlo.

* Jhoan Adrián es estudiante de Comunicación Social de la Universidad Monteávila.

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