Vida en abundancia | Amar la verdad

Carlos Lanz.-

Jonas Salk desarrolló la primera vacuna contra la poliomielitis. Foto: images.flysas.com

El género de la ciencia ficción nos pone delante el modelo del cientí­fico que, en vez de investigar con el propósito de saber, se conduce como un tirano que desea conquistar el mundo. Lex Luthor es un genio de la ciencia que está dispuesto a cualquier tropelí­a para subyugar y destruir a sus enemigos, especialmente a Superman.

Pero el modelo de cientí­fico que más queremos es aquel que se parezca a Jonas Salk, el descubridor de la vacuna contra la poliomielitis. Esta enfermedad condenaba a muchas personas en el mundo, niños y adultos, a la parálisis, ya que el virus del polio destruye los nervios motores que se encuentran en la médula espinal. Estos nervios transmiten el impulso nervioso que permite el movimiento voluntario de los brazos o las piernas. El doctor Salk se dedicó a producir una vacuna que favoreciera la inmunidad contra este virus.  Para ello trabajó con ahí­nco durante muchos años ensayando una forma del virus inactivado que no generaba la enfermedad y permití­a que el organismo desarrollara defensas contra la estructura del patógeno. Movilizó a la opinión pública de su paí­s y del mundo para lograr una vacunación universal, lográndose a largo plazo la erradicación universal de la enfermedad. En un gesto de desprendimiento inusual, se despojó de los beneficios económicos de su invención, destinando dichas emolumentos para el desarrollo de nuevos modos de combatir la enfermedad.

En este mundo nada existe en estado puro, y en contraste con el doctor Salk los investigadores médicos del perí­odo nazi atropellaron la dignidad de las personas recluidas en los campos de concentración y realizaron investigaciones cientí­ficas en las que producí­a daño de estas personas: sometimiento a temperaturas extremas para ver la resistencia de sus organismo a frí­os indescriptibles; infecciones intencionales con bacterias o virus para ver cómo resistí­an estos infelices; intervenciones quirúrgicas innecesarias; y así­ un catálogo de horrores que ensombrecieron el lustre de la medicina, ciencia que lleva desde los albores de la humanidad el propósito de curar las enfermedades y aliviar el sufrimiento.

Luego de estos hechos la comunidad cientí­fica elaboró códigos de conducta de los investigadores, cada vez más refinados, para asegurar la integridad ética de la pesquisa cientí­fica: así­ tenemos documentos como el Código de Núremberg, la Declaración de Helsinki, la Guí­a de la Investigación del Consejo de las Organizaciones Internacionales de Ciencias Médicas (CIOMS), y los que elaboran los consejos nacionales de Bioética. Estos documentos se actualizan con regularidad, atendiendo a los retos nuevos que impone una ciencia con métodos y aproximaciones nuevas a la realidad del hombre y su ambiente. Además, existen comités de ética de la investigación que meten la lupa en los proyectos de investigación para asegurar su idoneidad ética y cientí­fica, para garantizar que los recursos y los métodos empleados no incidirán negativamente en el bienestar de la población, de las personas involucrados en la investigación y del ambiente.

La investigación cientí­fica es una empresa humana de la que todos obtenemos muchos beneficios y que podemos afirmar que ha conformado el modo de vida de nuestros tiempos. Pero para que esté acorde con sus altos fines debe ser hecha de acuerdo con estándares éticos muy elevados. Los hombres de nuestro tiempo requerimos el ejemplo de hombres y mujeres de ciencia que buscan el bien de todos, el nuestro y de los que vendrán después de nosotros.

* Carlos Lanz es profesor de la Universidad Monteávila.

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