Reflexiones universitarias | Trabajo y santidad (II)

Fernando Vizcaya Carrillo.-

El tiempo es un don divino que no podemos malgastar. Foto: photopin (license)

Detengámonos en el término luminosidad. Esta palabra –es obvio- tiene que ver con la luz. La luz para nosotros los hombres tiene varias acepciones, pero dos significados muy interesantes: significa natalidad y significa posibilidad de conocer.

Desde los tiempos pasados se usa el término “dar a luz” para denominar los nacimientos al mundo de  los hombres. Dar a luz lleva implí­cito dos ideas más: el “tiempo de gestación” y el “esfuerzo por alumbrar”.

La gestación lleva a  un tiempo previsto por el Creador para darnos algo nuevo: una creatura. Algo que no existí­a antes y comienza a existir plenamente y es capaz de ser receptor de amor de Dios y de otro ser humano y de dar amor a Dios y a otro también.

Ese tiempo de gestación es el tiempo adecuado, el Kayrós griego, el “bien en el tiempo” y ¿qué cosa es mejor que como producto de esa espera, el ser humano en sí­ que es un regalo de Dios? Cada nacimiento es irrepetible y ello sólo se da por disposición de Dios. Podrí­amos decir analógicamente que la obra conseguida por el trabajo en esos espacios de tiempo (siete dí­as) de Dios es la naturaleza y en su cumbre está el hombre. Y ese “trabajo de Dios” fue tan excelente que al final hace escribir al hagiógrafo: “y vio Dios que todo era muy bueno” (Gen. 1,1-31)

Tiempo como don divino, que no podemos malgastar. Además de usarlo, hay que usarlo bien, adecuadamente, es decir, armónicamente. En la Homilí­a Vida Corriente recogida en Amigos de Dios dice el Padre: “Si no queremos malgastar el tiempo inútilmente, —tampoco con las falsas excusas de las dificultades exteriores del ambiente del ambiente que nunca han faltado desde el inicio del cristianismo, hemos de tener presente que Jesucristo ha vinculado de manera ordinaria, a la vida interior la eficacia de nuestra acción”.

Eficacia que va unida necesariamente a la generosidad, al darse. Trabajar con generosidad, con exceso, con esa alegrí­a que no tiene sabor de cumplimiento. De esa manera “paradójicamente” recibimos mucho más de lo que hemos dado. Escribe un poeta indio: “Yo viví­a en el lado más sombrí­o del camino y me pasaba la vida mirando los jardines de las gentes del otro lado, embriagándome en el sol. Me sentí­a pobre, y andaba de puerta en puerta con mi necesidad y  mientras más me daban los otros, de su descuidada abundancia, más me pesaba mi zurrón. Una mañana el repentino abrirse de mi puerta me despertó, y tú entraste, y me pediste limosna. Rompí­ desesperado la tapa de mi arca, y mi sobresalto me hizo hallar mi propia gran riqueza” (R. Tagore, 47)

De esa forma el trabajo “da a luz”  algo siempre nuevo. No novedoso sino nuevo. La natalidad, el nacer para el hombre produce el milagro, lo nuevo. No hay dos hombres iguales, analógicamente, no hay dos obras humanas iguales. Sin embargo, siempre son, de alguna manera, formas, hechos, objetos de trabajo que imitan el arte divino. Pero aunque esconden la presencia divina en ellas, basta un momento de reflexión honesta para descubrirlo. Lo absolutamente nuevo es de Dios: sólo Dios crea y cuando crea lo hace en el tiempo: le da existencia.

* Fernando Vizcaya Carrillo es decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Monteávila.

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