El paí­s secuestrado

Ainara Guevara B.

Fotografí­a: Mary Ann González.- 

Hablar sobre el apagón nacional es hablar de una historia tí­pica del género distópico, algo como una versión latinoamericana de 1984 de Orwell o de Los Juegos del Hambre de Suzanne Collins. Mi hermano incluso llegó a comparar lo visto en las calles de la capital con la célebre serie de televisión The Walking Dead.

Recuerdo aquellos cuatro dí­as continuos sin luz vivamente, porque en el caso particular de mi familia, estuvimos alrededor de 80 horas en medio de la penumbra. El jueves en la tarde estaba tranquilamente empezando a elaborar una asignación de la universidad, una de las reseñas de apreciación musical que tenemos que escribir cada dos semanas. Estaba, como supongo que todos, desprevenida de la tragedia -propia de un apocalipsis- que iba a iniciar a las 4:54 pm.

Inmediatamente hablé con mi mamá y con tranquilidad asumimos que volverí­a en un rato. Fue al momento de ir a buscar a mi hermana en el trabajo, que contaba con planta eléctrica, que nos enteramos que la luz se habí­a ido en todo el paí­s.

La noche del jueves fue la más especulativa de todas. Mi mamá, mi hermana y yo estuvimos en un principio intranquilas por la llegada de mis hermanos varones, que, si bien ya son unos hombres hechos y derechos, preocupaba su ausencia en horas tan tardí­as del dí­a. Cuando finalmente llegaron a la casa, comenzó la discusión: cuánto durarí­a la contingencia, cómo í­bamos a hacer con la comida porque no tení­amos cocina de gas, qué iba a suceder con las actividades normales, los negocios.

Por supuesto, tampoco faltó la polí­tica: si el apagón era planeado o no, si habrí­a posibilidad de algo como un golpe, si vendrí­a algo peor después de que se solucionara el problema, como controles y racionamientos eléctricos. Bien describió mi hermano mayor al origen de nuestras desgracias: “Piensa como comunista y acertarás”.

La mañana del viernes fue la más incierta, todo resultaba como un paro cí­vico súbito e inexplicable. Después de haber estado horas sin acceso a información o a la señal, llegué a la pronta conclusión de que así­ debí­a sentirse estar secuestrado. Alienado de la realidad, desesperado, hambriento, incapaz de comunicarte con el exterior para pedir ayuda e invadido por una incertidumbre total, que se siente perenne. “El paí­s secuestrado”, esa fue la frase que rondó en mi cabeza durante todo el apagón.

El acompañar a mi familia a comprar comida en las panaderí­as fue una de las actividades más recurrentes que hice durante el blackout, junto con leer. Salir a la calle era inédito. La supervivencia se veí­a en su máxima expresión. Nada importaba, solo las necesidades básicas. Llegué a considerar que a Maslow le hubiera interesado estudiar la situación venezolana en base a su pirámide. Las personas hací­an cola con los carros simplemente para llegar al punto de la zona donde habí­a posibilidad de conseguir mejor señal telefónica. La búsqueda por hielo era exhaustiva. La impaciencia era la caracterí­stica común de todos.

Reconozco que aguanté bastante sin perder los estribos, sin poder bañarme o comer algo recién hecho, sin poder acceder a redes sociales porque mi casa aparentemente es un búnker y para conseguir lo mí­nimo de señal en una emergencia de esta magnitud hay que trasladarse a un punto de mi urbanización en especí­fico. Pero ya casi al final me quebré. Fue inhumano experimentar el domingo a las 7:35 pm seis minutos de luz, exactos, para luego volver a caer ante la oscuridad. ¿Por qué nos engañaron como en las épocas de paredones de fusilamiento? ¿Por qué nuestros secuestradores aflojaron las sogas que nos ataban? ¿Por qué la esperanza es más una condena que un motivo por el cual seguir adelante? ¿Por qué se fue la luz en primer lugar?

Más horroroso fue experimentar que regresaba la luz a las 8:09 pm del mismo domingo para luego irse otra vez en la madrugada por culpa de la explosión que ocurrió en una de las fases. Otro dí­a sin luz artificial. Y esa noche, previa al dí­a en el que ya nos liberarí­amos del secuestro, rompí­ a llorar. A llorar de rabia e impotencia, de estar harta. Y aunque me calmé al poco tiempo, me di cuenta que no estaba sola y que la “normalidad”, de alguna manera volverí­a.

Al dí­a siguiente por fin llegó la luz y desde entonces, no se ha vuelto a ir. Siento que lejos de haber vuelto a la rutina, hemos entrado a un nuevo proceso de ansiedad e incertidumbre.

*Ainara Guevara es estudiante de la Universidad Monteávila 

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