Hugo Bravo Jerónimo.-
La templanza es la cuarta de las virtudes cardinales (prudencia, justicia, fortaleza y templanza), cuyo nombre refiere a templar, por lo que consiste en moderar, entibiar o suavizar la fuerza de las cosas.
Pensando en el hombre, ¿qué es lo que tendría que templar? La fuerza de las pasiones, y en particular el impulso de los deseos de placer. Porque si no se aprende a moderar los deseos, uno se convierte en esclavo de los mismos. Acaban dominando nuestra conducta, nos animaliza, como dominan la conducta de un animal que no tiene razón.
Pero, ¿no es estupendo dejarse llevar por los deseos? ¿Es que no son buenos los placeres? La respuesta a esta pregunta viene en el mismo nombre de la virtud, templanza: moderar, suavizar, armonizar; por lo que cual, los gustos y deseos no son malos, pero hay que ponerles en la medida de la justa razón. En otras palabras, hay que evitar los excesos. De ahí que, a esta virtud también se la llame moderación, que viene de modus, que también es medida.
Una persona que no sabe medirse y ser razonable en la comida, en la bebida, en el sexo, o en cualquier otro gusto, se hace daño a sí misma; se acostumbra a no controlarse, disminuyendo o incluso perdiendo su libertad; y suele acabar con dificultades importantes en la vida social.
Todos los placeres tienen un efecto más o menos adictivo. Algunos muy grande como la bebida o la droga; otros, más pequeño, como la comida. Cualquier persona con experiencia sabe que, si uno no aprende a moderarse, la vida se estropea muy pronto.
Por lo tanto, tengamos presente que la templanza es un hábito que hace el comportamiento libre y razonable; protege la salud física y mental, y el que lo adquiera podrá hacer más y mejores cosas con su tiempo, con su vida.
El freno del caballo
La representación clásica de la templanza es el freno del caballo. El freno es la pieza que se le pone al caballo en la boca para dominarlo y conducirlo, por lo que, gracias al freno, se domina el caballo y se lleva a donde el conductor quiere.
En ese sentido, el que no aprende a poner freno a sus impulsos interiores, sobre todo los impulsos del placer corporal, pierde su libertad. Hay impulsos nobles y grandes, como todos los que nacen de los verdaderos amores; por ejemplo, el de los padres para cuidar a sus hijos, o el de los hijos para cuidar de sus padres. Son impulsos que engrandecen la vida humana, no obstante, necesitan la medida de la razón. Para realizar ese acto de amor y justicia de cuidarlos, no bastan los impulsos; hace falta meter la razón, que para eso la tenemos.
Y si esto es necesario para los impulsos más nobles, ni se diga de los que no lo son tanto; esos arrebatos que nos dan cuando algo nos gusta.
Hay que recordar que el ser humano es un animal racional. Donde lo de animal se nos da muy fácil, pero lo de racional hay que aprenderlo. Aprendizaje que se puede definir como una conquista. Una conquista de la libertad interior, del dominio de sí mismo; así como una conquista de la paz interior, que sentimos en nuestro fuero más interno.
Por lo tanto, es importante tener presente que la conducta humana se compone de muchas cosas y, hay que poner equilibrio y armonía entre ellas. No podemos dejarnos llevar por cualquier cosa en cualquier momento. Es la razón que nos dice cuándo, cómo y cuánto.
La templanza consiste en aprender a controlar los impulsos que nos llevan a darnos satisfacciones. Aprender a ponerles medida, a darles su momento y a ponerlos en su sitio. Hay que estimular el gusto por las grandes cosas para no quedarse sólo en las más viscerales. Ya decía Platón en su Apología de Sócrates: “amigo mío, siendo ateniense, de la ciudad más grande y con mayor prestigio de sabiduría y poder, ¿no te da vergí¼enza vivir pensando sólo en cómo conseguir más riqueza, fama y honor y, en cambio, no interesarte por la sabiduría, la verdad, y cómo mejorar tu alma?… no hago otra cosa que ir por todas partes para convencer a jóvenes y viejos, que la primera preocupación no puede ser el cuerpo ni acumular riqueza, sino cuidar y mejorar el alma”.
Menos es más
No hace falta comer tanto, ni beber tanto, ni darse tantos caprichos. Si se puede satisfacer con menos es mejor. Si no, la vida se consume en cosas que, en realidad, no son las más importantes.
Las personas que entran en el consumismo se incapacitan para saborear los auténticos placeres de la vida que, por lo general, se encuentran al alcance de la mano y son gratuitos. No tienen holgura mental para disfrutar un bonito día o un paisaje; no comprenden el valor de la paz interior, de la amistad o del amor; no les queda espacio para preocuparse por los demás; ni tampoco por la justicia o la solidaridad. No es que no quieran, en realidad nunca lo han decidido. Simplemente se han dejado llevar y no les ha quedado tiempo ni energías para otra cosa.
Moderación
Se dice que los niños comen con los ojos, porque no tienen sentido de la medida; por eso es una victoria aprender a tener sentido de la medida, es una parte substancial de la educación y; un fruto de la experiencia y esfuerzo personal.
Se puede animar, aconsejar y sobre todo dar el ejemplo, pero cada persona tiene que lograr ese autocontrol por sí mismo. Sirve de poco imponerlo desde afuera. Hay que recordar que la moderación es un hábito que se desarrolla con la repetición de actos voluntarios y libres; una habilidad que se desarrolla, tal cual como cada persona hace para aprender a caminar o a pensar.
No se trata de demonizar los gustos o placeres, o como dicen por ahí: “no todo lo bueno es pecado o engorda”. No es que los placeres sean malos. Sino tener presente que, vivir pendiente de los propios gustos desordena la existencia, genera un egoísmo empobrecedor y hace nuestra vida inútil para los demás.
*Hugo Bravo Jerónimo es profesor de la Universidad Monteávila