«Los educadores son la luz del mundo»

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El profesor de la Universidad Monteávila, Fernando Vizcaya, reconoce la necesaria obligatoriedad de que los educadores aprendan a ser humildes. Califica a los maestros como pilares de una Venezuela donde se deshacen las actitudes y los valores.

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Fernando Vizcaya.-

En la oportunidad de poder dirigirme a todos ustedes en ocasión del homenaje a los educadores, tengo la necesidad de decirles cosas que están dentro del corazón y que están en la razón de la experiencia. No sé cuáles son más importantes, pero es lo que soy en este dí­a.

Siendo educador, doy trazos de descripción histórica.

El municipio El Hatillo tiene una bandera tricolor en el siguiente orden: azul, amarillo y rojo, representando los colores de la bandera nacional. En la franja amarilla se encuentra el escudo municipal, en el cual resaltan 3 fechas muy importantes para el municipio, de izquierda a derecha, 19 de abril de 1810 (primer paso a la independencia de Venezuela), el 12 de junio de 1781 (fundación del pueblo de El Hatillo) y; por último, 19 de noviembre de 1991 (declaración como municipio).

En el escudo también se muestran el sol, la bandera nacional y la del estado Miranda, y tres cuarteles, en los que se destacan seis estrellas sobre un fondo azul (cuartel superior izquierdo), un árbol sobre un fondo rojo (cuartel superior derecho), y la Iglesia Santa Rosalí­a de Palermo. Hasta aquí­ la clase…

A pesar de todo lo que percibimos y sufrimos, en nuestro paí­s, esta Venezuela querida existe y ninguna descripción mentirosa podrá extinguir sus riquezas, su belleza y su bondad. Eso son ustedes educadores y gobernantes limpios y honestos. Mantenerme a distancia de esas cosas que definen a los venezolanos, es casi imposible. Soy hijo de Venezuela, aunque en estos momentos parece una afirmación sarcástica y amarga.

Recuerdo estar en la construcción de una escuela. He visto construir edificios, de centros comerciales, de bancos y de salas de juego. Qué diferente es la construcción de la escuela, es la casa de Dios, el lugar de la verdad, espacios sagrados…

Cuando comenzaron a erigirlo como edificio, delinearon los cimientos y sobre su fortaleza comenzaron a crecer las paredes: las actitudes y los valores son los que originalmente dieron origen y deberí­an seguir allí­ â€“ en la oscuridad y el silencio — dando consistencia al resto.

Ahora contemplo una pelí­cula de escenas fugaces y sucesivas, con implacables saltos en el tiempo… y observo un proceso paulatino y devastador sobre la escuela: un deterioro progresivo, implacable, inhumano.

De pronto veo que se caen los techos a pedazos, un viento huracanado arrebata las chapas, se agrietan las losas, una lluvia intensa perfora los cielorrasos. El proceso destructivo se contagia por las descontroladas imágenes de indiferencia: primero me roban los conocimientos: los cambios tormentosos van desnaturalizando su presencia y terminan por hacerlos volar; las sustituciones son pasajeras e inservibles: un techo lejano e infinito se alza sobre la escuela, definitivamente desprotegida.

Luego van perdiendo valor los contenidos procedimentales, los van carcomiendo la repetición y el aburrimiento y los desploman la inutilidad y la falta de imaginación.  

Finalmente se produce el perjuicio mayor: se deshacen las actitudes y los valores. Un estallido y miles de acciones van quitando lo poco que me queda. Pienso que la única y definitiva posibilidad es la de reiniciar el proceso de re-construcción. ¡Es nuestra tarea!

Sin embargo, escribe un autor clásico: Es posible que no exista más memoria que la de las heridas (Marco T Cicerón. Adversus Catilina). Este sentimiento de ruptura se confunde con la memoria antigua y confusa, el primer llanto, el primer miedo. Ese desasosiego de la angustia interior ante noticias y sucesos. A veces sentimos esa separación como herida y entonces se transforma en escisión interna, conciencia desgarrada que invita a un examen profundo. Para recuperar la paz, ha sido necesario recordar de nuevo, que soy cristiano.

Las desesperanzas, las promesas no cumplidas, el engaño y la mentira desde lo más alto de la dirigencia del paí­s y que se repite en todos esos niveles de poder. No es fácil distinguir entre realidad y desilusión, porque el mal es de una profundidad, que es difí­cil advertirlo y aceptarlo por la razón. El destrozo de muchas de nuestras instituciones educativas, la inasistencia a los educadores, el insulto por tener ideas cercanas a la justicia, la destrucción de nuestras industrias y la venta de la patria.

Vivimos tiempos de grandes convulsiones, que se viven interiormente y son más graves que las fí­sicas, de ideas abyectas de dominación totalitaria, que han conducido a paroxismos de codicia y corrupción, destruyendo fí­sica y espiritualmente a miles de personas. Se ha devastado a gente como nosotros, hermanos, hijos, compañeros de escuela y de universidad. Esta llamada revolución roja es una losa que pesa estéril sobre el pueblo venezolano.

Nuestra gente, esa que se fue fí­sicamente o con la imaginación, es producto de esos crí­menes contra los derechos humanos, jamás confesados o aceptados públicamente por esos gobernantes, que conocemos, con nombre y apellido y circunstancias.

Cito al Obispo Basabe en la Divina Pastora: “Una Venezuela herida maltratada, traicionada y saqueada hasta más no poder”. Surge necesariamente el recuerdo de esa tonada “no llores más nube de agua, no llores más. Que toda leche da queso y toda pena se acaba”.

Pero estoy en tierra de esperanza, porque estoy entre educadores y dirigentes de buena voluntad. Aquí­ puedo respirar. Encuentro el oxí­geno que me ha faltado en la reflexión de los últimos dí­as, y quisiera usar en este momento una palabra que todo ser humano ha usado: gracias. Es una palabra que tiene equivalentes en todas las lenguas y en muchos significados.

Desde lo espiritual a lo fí­sico. Desde las gracias que ofrece Dios a los seres humanos para salvarlos del error y la segunda muerte, hasta la gracia corporal de la danza de la muchacha o del atleta.

Gracias es también una indefinida mezcla de temor, respeto y admiración al verme ante ustedes, gente que viene de muchos saberes, con el deseo del bien en el alma. Gente que puede reconstruir.

Recuerdo algún escrito del Dante Alighieri: “Después del juicio final, lo mismo en el cielo que en el infierno, no habrá futuro, pero oí­ tu voz querido maestro, y se me llenó de ardor el corazón, y tus palabras me llenaron de ánimo y vuelvo al propósito de ser mejor” (Canto 1, 55). Es el triunfo del ser sobre la contingencia.  Es tiempo nuevo, abierto a la eternidad y de una luz, la luz de la verdad, que recibimos en el tiempo, por gente que nos amó.

Así­ se abre la percepción, el arte, la técnica. Aparece lo verdadero, es la presencia amorosa de gente que guí­a: del progreso de las luces del Discurso de Angostura; amplio como el llano y sus horizontes toda esperanza de Gallegos, o del espacio sagrado del aula de clases porque está allí­ la verdad, de Andrés Bello; del amor por Vicente Cochocho de Teresa de la Parra; de la mesa del hogar, donde se forman a través de los modales nuestros gobernantes de Briceño Iragorry; de ese sabor de Grecia de Andrés Eloy, en su casa cumanesa, diciendo a los nuestros que se fueron: “Oh miserable vara que nos mides, el renombre, la gloria, poca cosa pequeña, cuando deje mi casa para buscar la gloria, ¡cómo olvide la gloria que me dejaba en ella!

De todo esto surge amigos, una enseñanza, que el maestro debe aprender de los demás hombres, debe ser humilde. Sobre todo porque los educadores son la luz del mundo. Porque además allí­, en esa docencia buena, no cabe la soledad. Por eso decí­a un gran amigo: “Que tu vida no sea estéril, ilumina con tu fe y con tu amor”, de Josemarí­a Escrivá.

Cuando me preguntaron si podí­a ofrecer un discurso para este dí­a, parafrasee a John Steinbeck en un libro “Al este del Edén” y les leo…”Viniste a verme cuando estaba tallando una figurilla de madera, y me dijiste: « ¿Por qué no me haces algo? » Te pregunté qué querí­as, y respondiste: «Una caja». – ¿Para qué? –Para guardar cosas. – ¿Qué cosas? –Todo lo que tengas –dijiste. Bien, aquí­ tienes la caja que querí­as.

Dentro he guardado casi todo lo que tengo, y todaví­a no está llena. En ella hay dolor y pasión, buenos y malos sentimientos y buenos y malos pensamientos, el placer del proyecto, algo de desesperación y el gozo indescriptible de la creación. Y, por encima de todo, la gratitud y el afecto que siento por ustedes educadores. Y aun así­ la caja no está colmada.

*Discurso de orden en el dí­a del Educador El Hatillo 2023

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