María Eugenia Lorenzo, estudiante del segundo semestre de Comunicación Social, de la sección D, logró el primer lugar en el concurso de cuentos creado en la materia de Redacción y Estilo.
María Eugenia Lorenzo.-
Vista deteriorada. Dolor muscular. Presión arterial alta. Sofocación.
El doctor Paredes, mi médico de cabecera, lo denomina “estrés crónico”. Yo lo llamo “un martes por la tarde”.
Trabajé todo el día desde mi pequeño cubículo: cuatro paredes desgastadas de color beige, pero que pretendían ser tan blancas como el día en que se compraron; un escritorio, que no supera el metro y medio de largo; monitor, teclado, computadora; un sándwich de jamón de pavo a medio terminar y una planta –que siempre olvidaba regar– me hacían algo de compañía durante mis jornadas laborales de diez horas.
Allí estaba, cuando el reloj de mi computador marcó las 5:20 p.m. Sentado, en una silla supuestamente “reclinable”, pero que ni siquiera aguantaba el peso de mi espalda en su totalidad. Un panorama deprimente, acompañado de la canción “Everybody Hurts”, de R.E.M.
Mis ojos, enrojecidos, no apartaban la vista de aquellas láminas de Excel que debía entregar al día siguiente. Cuando leí en la esquina inferior izquierda las palabras “Hoja 3 de 10”, sentí las pulsaciones de una pequeña vena que se asomaba por mi frente. Mientras intentaba calmarme, me levanté a buscar un poco de agua en el dispensador que se encontraba al fondo del pasillo. Pensé que una caminata por esos tres metros de camino alfombrado podría ayudar a despejar mi mente.
Sin embargo, el ruido y miradas furtivas provenientes de los otros cubículos me incomodaron profundamente. Regresé lo más rápido que pude a mi zona de trabajo; como esas veces en las que, cuando éramos niños, corríamos al momento de apagar la luz, por temor a que un ente paranormal nos persiguiese hasta la puerta de nuestra habitación. En este caso, yo era un adulto cuyo más grande temor era interactuar momentáneamente con otros adultos.
- ¿Por qué debo sentirme así? – preguntaba para mis adentros, mientras tomaba asiento. Luego, tuve el atrevimiento de volver a mirar el reloj: 5:22 p.m.
Sentía cómo una gota de sudor comenzaba a recorrer mi espalda, pero no le di importancia. De repente, un ataque de tos; tomé un poco de agua, mientras continuaba apretando teclas de manera vertiginosa. Tenía la falsa ilusión de llegar a la cuarta hoja, y completar el resto del documento en casa. Craso error.
Finalmente, el reloj marcó las 5:23 p.m.
Como estaba a minutos de completar mi turno, me dispuse a levantarme para apagar los equipos y recoger mis cosas; quizá podría regar la planta antes de irme, y comer el resto del sándwich durante el recorrido en autobús hacia mi casa. Sin embargo, sentía un peso que me impedía siquiera girar la silla. Luego del forcejeo, noté un detalle que llamó poderosamente mi atención: el reloj de la computadora no avanzaba; así como el reloj colgado en la pared al fondo del pasillo, junto al dispensador de agua.
En lo que pude apreciar esta singularidad, un ruido blanco inundó la habitación. Sonido plano, constante, similar al de la interferencia de un televisor antiguo. Lo que algunos, bajo ciertas circunstancias pueden considerar relajante, para mí era una verdadera tortura por su intensidad.
Las cuatro paredes que conformaban mi reducido cubículo se alargaron, y daban la ilusión de traspasar el techo; a estas alturas, clamaba por alguien que me ayudara. Entre los gritos y aquella sensación de angustia, pude notar cómo mi piel pasaba de una tonalidad rosácea a tener un color similar al de las hojas que abundaban en mi pequeño despacho.
Era incapaz de sentir dolor; incapaz de moverme; incapaz de escuchar algo fuera de aquella cortina de ruido blanco que cubría la sala. Sala que, en esos momentos, se encontraba vacía.
De forma inocente, creí que todo era simplemente un sueño. Que tantas horas pegado frente a un monitor comenzaban a pasarle factura a mi cuerpo, el cual sentía cada vez más ligero. Mi desespero fue tal, que traté de llorar en repetidas ocasiones. Sin embargo, no era capaz de soltar ni una lágrima.
Me encontraba en un espacio liminal y aterrador entre los estados del ser. No sabría decir si estaba vivo o muerto; por cada segundo que permanecía allí, la línea que los diferenciaba se volvía más difusa.
Súbitamente, el ruido blanco se detuvo y se pasó al silencio absoluto. Escuché, a lo lejos, una voz impasible. Mientras hablaba, mis ojos se entrecierran:
–Hora de muerte, 5:25 p.m.
**María Eugenia Lorenzo es estudiante de la Universidad Monteávila
Excelente relato de mi alumna MarÃa Eugenia Lorenzo, muy merecedora del primer premio del concurso de Redacción y Estilo II semestre.
¡Sigue asÃ, MarÃa Eugenia! Te felicito.
Muy bien escrito. Un principio y un final excelentes.