Cuento – 5:23 p.m.

Marí­a Eugenia Lorenzo, estudiante del segundo semestre de Comunicación Social, de la sección D, logró el primer lugar en el concurso de cuentos creado en la materia de Redacción y Estilo.

Marí­a Eugenia Lorenzo.-

Vista deteriorada. Dolor muscular. Presión arterial alta. Sofocación.

El doctor Paredes, mi médico de cabecera, lo denomina “estrés crónico”. Yo lo llamo “un martes por la tarde”.

Trabajé todo el dí­a desde mi pequeño cubí­culo: cuatro paredes desgastadas de color beige, pero que pretendí­an ser tan blancas como el dí­a en que se compraron; un escritorio, que no supera el metro y medio de largo; monitor, teclado, computadora; un sándwich de jamón de pavo a medio terminar y una planta –que siempre olvidaba regar– me hací­an algo de compañí­a durante mis jornadas laborales de diez horas.

Allí­ estaba, cuando el reloj de mi computador marcó las 5:20 p.m. Sentado, en una silla supuestamente “reclinable”, pero que ni siquiera aguantaba el peso de mi espalda en su totalidad. Un panorama deprimente, acompañado de la canción “Everybody Hurts”, de R.E.M.

Mis ojos, enrojecidos, no apartaban la vista de aquellas láminas de Excel que debí­a entregar al dí­a siguiente. Cuando leí­ en la esquina inferior izquierda las palabras “Hoja 3 de 10”, sentí­ las pulsaciones de una pequeña vena que se asomaba por mi frente. Mientras intentaba calmarme, me levanté a buscar un poco de agua en el dispensador que se encontraba al fondo del pasillo. Pensé que una caminata por esos tres metros de camino alfombrado podrí­a ayudar a despejar mi mente.

Sin embargo, el ruido y miradas furtivas provenientes de los otros cubí­culos me incomodaron profundamente. Regresé lo más rápido que pude a mi zona de trabajo; como esas veces en las que, cuando éramos niños, corrí­amos al momento de apagar la luz, por temor a que un ente paranormal nos persiguiese hasta la puerta de nuestra habitación. En este caso, yo era un adulto cuyo más grande temor era interactuar momentáneamente con otros adultos.

  • ¿Por qué debo sentirme así­? – preguntaba para mis adentros, mientras tomaba asiento. Luego, tuve el atrevimiento de volver a mirar el reloj: 5:22 p.m.

Sentí­a cómo una gota de sudor comenzaba a recorrer mi espalda, pero no le di importancia. De repente, un ataque de tos; tomé un poco de agua, mientras continuaba apretando teclas de manera vertiginosa. Tení­a la falsa ilusión de llegar a la cuarta hoja, y completar el resto del documento en casa. Craso error.

Finalmente, el reloj marcó las 5:23 p.m.

Como estaba a minutos de completar mi turno, me dispuse a levantarme para apagar los equipos y recoger mis cosas; quizá podrí­a regar la planta antes de irme, y comer el resto del sándwich durante el recorrido en autobús hacia mi casa. Sin embargo, sentí­a un peso que me impedí­a siquiera girar la silla. Luego del forcejeo, noté un detalle que llamó poderosamente mi atención: el reloj de la computadora no avanzaba; así­ como el reloj colgado en la pared al fondo del pasillo, junto al dispensador de agua.

En lo que pude apreciar esta singularidad, un ruido blanco inundó la habitación. Sonido plano, constante, similar al de la interferencia de un televisor antiguo. Lo que algunos, bajo ciertas circunstancias pueden considerar relajante, para mí­ era una verdadera tortura por su intensidad.

Las cuatro paredes que conformaban mi reducido cubí­culo se alargaron, y daban la ilusión de traspasar el techo; a estas alturas, clamaba por alguien que me ayudara. Entre los gritos y aquella sensación de angustia, pude notar cómo mi piel pasaba de una tonalidad rosácea a tener un color similar al de las hojas que abundaban en mi pequeño despacho.

Era incapaz de sentir dolor; incapaz de moverme; incapaz de escuchar algo fuera de aquella cortina de ruido blanco que cubrí­a la sala. Sala que, en esos momentos, se encontraba vací­a.

De forma inocente, creí­ que todo era simplemente un sueño. Que tantas horas pegado frente a un monitor comenzaban a pasarle factura a mi cuerpo, el cual sentí­a cada vez más ligero. Mi desespero fue tal, que traté de llorar en repetidas ocasiones. Sin embargo, no era capaz de soltar ni una lágrima.

Me encontraba en un espacio liminal y aterrador entre los estados del ser. No sabrí­a decir si estaba vivo o muerto; por cada segundo que permanecí­a allí­, la lí­nea que los diferenciaba se volví­a más difusa.

Súbitamente, el ruido blanco se detuvo y se pasó al silencio absoluto. Escuché, a lo lejos, una voz impasible. Mientras hablaba, mis ojos se entrecierran:

–Hora de muerte, 5:25 p.m.

**Marí­a Eugenia Lorenzo es estudiante de la Universidad Monteávila

2 comentarios en “Cuento – 5:23 p.m.

  1. Excelente relato de mi alumna María Eugenia Lorenzo, muy merecedora del primer premio del concurso de Redacción y Estilo II semestre.
    ¡Sigue así, María Eugenia! Te felicito.

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