Una vida de trabajo vale 130 bolí­vares mensuales

Manuel Garcí­a llegó de España con la intención de hacer una vida nueva en Venezuela. La hizo y hoy le pide a sus nietas que migren del paí­s que él está negado a dejar

pensión
Manuel cultiva para ayudar a su familia.

Sabrina Friso.-

— He trabajado por este paí­s más de lo que trabajé por España.

El golpe contra la mesa hace eco en la habitación y reafirma sus palabras. A pesar de su avanzada edad, sigue teniendo la fuerza suficiente para hacer que los vasos tiemblen cuando su puño choca con la madera.

Manuel Garcí­a —85 años— tiene esa maní­a de golpear la mesa cuando dice algunas cosas, como si estuviera en medio de un juicio dando una declaración tan cierta que serí­a absurdo si quiera intentar contradecirlo. Su hija, con 52 años, no tiene idea de dónde sacó ese hábito, solo sabe que ya se acostumbró a él.

Él es uno de los cinco millones de jubilados en Venezuela. Nació en una España franquista y la dejó a los 18 años. Se subió a un barco con solo 11 dólares en el bolsillo y en ocho dí­as llegó a las costas de Santo Domingo. Nunca volvió a mirar atrás.

Trabajó ahí­ como albañil dos años, hasta que su jefe le recomendó “ir a probar suerte” en Venezuela. Pagó el pasaje, que entonces costaba 30 dólares, y llegó al paí­s con 780 dólares en el bolsillo.

— Llegué y comencé a trabajar. Así­, rapidito, sin perder el tiempo. Por medio metro de friso que poní­a me daban medio bolí­var y eso era plata, mijita, eso era buena plata.

Mientras habla, nadie nota los hombros encorvados del señor Manuel, o su cabello blanco. Todos escuchan en su voz a aquel joven que describe en sus historias, aquel que cargaba bloques de cemento, frisaba paredes y que a los 21 años ya tení­a dinero para irse a unas buenas vacaciones.

Recuerda sus años de trabajo con más euforia que nostalgia, aún cuando llegó a Venezuela en uno de los gobiernos más crueles que vivió el paí­s. Deben preguntarle un par de veces para que escuche, pero tan pronto logra entender que su hija menciona a Marcos Pérez Jiménez, él vuelve a golpear la mesa con firmeza. Los vasos tiemblan una vez más.

—  ¡Ese fue el mejor gobierno que ha tenido Venezuela, no como estos payasos de ahora!

Señala la televisión tan pronto la palabra “payasos” sale de sus labios. Aún cuando la pantalla muestra un partido de fútbol, está tan acostumbrado a ver la cara de Nicolás Maduro en noticieros nacionales que no puede evitar apuntar al aparato para referirse al “circo” que ahora lo gobierna.

A pesar de haberse presentado como uno de los gobiernos más fuertes en cuanto a censura, la época de Pérez Jiménez también fue marcada por un gran auge económico debido al ascenso de la renta petrolera.

Para los años cincuenta, el bolí­var era una de las monedas más fuertes y estables del mundo, llegando a valer Bs 3,09 por dólar.

La migración europea la estima el especialista Froilán Ramos Rodrí­guez, en su obra Visiones de la Polí­tica migratoria del Estado venezolano, 1948-1958, en más de 800 mil personas a mediados de la década del siglo pasado.

— Te agarraban si te quejabas ¿Y para qué me iba a quejar si estaba bien? Ahora todos están mal y nadie se queja. Eso sí­ no lo entiendo, se pregunta Garcí­a.  

Sesenta y siete años de experiencia laboral lo dejaron encorvado, sordo del oí­do derecho, con manchas de sol en la cara, una lesión en la cadera y un marcapasos. Esos sesenta y siete años de experiencia hoy se valoran en 130 bolí­vares mensuales. Es decir, 28 dólares como pensión.

Antes era de solo dos dólares, cifra que cambió con el incremento anunciado por Maduro el pasado mes de marzo. A pesar del aumento, la venezolana sigue siendo una de las pensiones más bajas de la región. 

Hoy en dí­a, Manuel, junto a un aproximado de cinco millones de jubilados recibe ese monto que no alcanza ni para cubrir la canasta básica de alimentos, que en marzo cerró en 471,16 dólares.

La imagen del joven que cargaba bloques de cemento y frisaba paredes se va desvaneciendo a medida en que Manuel cuenta que es su hija quien hoy lo mantiene. Tiene ahorros, claro, pero es ella quien va a hacer el mercado, es ella quien cubre los gastos.

Él cuida el jardí­n, sembrando lo que puede para evitar gastar de más en frutas y verduras. No puede hacer mucho más que eso. Su aporte se queda en unos cuantos kilos de yuca, aguacate, plátano y fresas.

— Tampoco tengo seguro aquí­. La Comunidad Europea me apoya con algunos gastos de salud, ellos pagaron mi marcapasos, pero es injusto, ¿sabes? Trabajé tanto en este paí­s y ahora no puedo pagar un buen seguro yo mismo.

Son las 9:30 pm y Manuel ya ha cabeceado más de tres veces en su silla. Finalmente, decide irse a dormir. Se levanta lentamente. Parado, sus hombros se encorvan aún más. Resulta una ironí­a ver lo pesado que son 67 años trabajando y lo poco que valen al final, o al menos en Venezuela. 

Antes de irse, alguien le hace una pregunta. Se la tienen que repetir y, al escucharla, la responde como si no se la hubiesen dicho unas 100 veces ya:

— Yo soy venezolano. Yo de aquí­ no me voy. Las que deberí­an irse son mis nietas. Que se vayan, que hagan una vida donde puedan. Venezuela es para ellas lo que España fue una vez para mí­ y si yo pude salir adelante yo sé que ellas también pueden, pero yo quiero morir donde construí­ mi vida. 

Le da un último golpe a la mesa con su puño y los vasos vuelven a temblar.

*Sabrina Friso es estudiante de la Universidad Monteávila

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pluma