Emilio Spósito Contreras.-
En la actual Turquía, cerca de la frontera con Siria –en la zona del nacimiento de los ríos Pisón, Guijón, Tigris y Éufrates (Génesis 2, 10-14)–, en la localidad de Gobekli Tepe –en turco, colina panzuda–, se encuentra el yacimiento arqueológico más importante de los últimos tiempos. Descubierto apenas en 1994 por Klaus Schmidt (1953-2014), investigador del Instituto Arqueológico Alemán, los primeros estudios aparecieron publicados en 2000, la Unesco lo declaró patrimonio de la humanidad en 2018 y Turquía señaló 2019 como el año de Gobekli Tepe para promover el turismo local.
El yacimiento de unos 9 kilómetros cuadrados ha sido excavado en un 10%, por lo que todavía depara muchas sorpresas. Hasta ahora se han identificado 17 construcciones circulares y en algunos casos en espiral –¿laberintos?–. La construcción se realizó desde adentro, por lo que los centros son más viejos y, curiosamente, mejor trabajados. En el corazón de las construcciones siempre se levantan dos columnas en forma de “T” con detalles antropomórficos. Su altura alcanza los 5,5 metros y su peso las 40 toneladas.
Alrededor, las columnas menores tienen relieves con todo tipo de animales: osos, jabalíes, zorros, buitres, serpientes, escorpiones, etcetera. Existe una imagen de mujer, aparentemente en el acto de dar a luz y de hombres con rasgos de aves –¿hombres-buitres?–. Las columnas menores se unen por muros de piedra. Todo el complejo fue aparentemente limpiado antes de ser enterrado hasta nuestros días.
Lo primero que llamó la atención a Schmidt fue la gran cantidad de astillas de sílex: tantas que la colina resplandecía con la reflexión de la luz del sol. Lo segundo, que no se encontraron restos de hornos, fuentes de agua, agricultura o cerámica. Los expertos estiman que los humanos que construyeron Gobekli Tepe eran cazadores, recolectores y necesariamente trashumantes. En prueba de su condición se han encontrado enormes cantidades de huesos de uros –antepasados salvajes de nuestro ganado vacuno– y gacelas.
Un dato curioso del emplazamiento de Gobekli Tepe es que no existen dudas sobre el hecho de que en los templos se realizaban abundantes banquetes bailables con carne madura, probablemente acompañada de raíces y sobretodo cerveza, pues al igual que entre los natufienses (primeros humanos en asentarse alrededor del 12500 a.C), se han encontrado cuencos tallados con restos de la fermentada bebida.
Pero lo más interesante de todo es la datación del yacimiento: 9600 años a.C. Para hacernos una idea de lo que ello significa, podemos decir que la antigí¼edad del complejo de Stonehenge se estima en 2100 y las Pirámides en 2700 años a.C. Ello significa que, si Gobekli Tepe fuera un templo, habría que revisar la tesis de que la religión se desarrolló entre hombres sedentarios, dedicados a la agricultura y lo que ella significa.
La Unesco lo declaró patrimonio de la humanidad en 2018 y Turquía señaló 2019 como el año de Gobekli Tepe para promover el turismo local.
La tesis anterior, formulada por V. Gordon Childe (1892-1957), supone que la civilización –la revolución del neolítico–, se originó con el asentamiento humano a lo largo del creciente fértil gracias al dominio de la agricultura. Asirios, egipcios, babilónicos e hititas, serían ejemplo de ello. Forrajeros y cazadores no habrían podido levantar templos como los de Gobekli Tepe. El conflicto científico está en pleno apogeo y probablemente no se llegue a soluciones concluyentes.
Ahora bien, aunque las últimas capas de nuestra cultura son sin duda agrícolas y sedentarias, si hurgamos un poco en el fondo y sin necesidad de llegar al misterioso paralelepípedo rectangular de la película 2001: Odisea del espacio (1968) de Stanley Kubrick (1928-1999) somos capaces de descubrir la religión de los cazadores y sorprendernos de algunas coincidencias con las cosas y los símbolos encontrados en Gobekli Tepe.
Lo más inmediato es ver hacia Artume, Diana, Hécate o Artemisa –la de los múltiples nombres–, diosa de los bosques, las bestias, el parto y, por supuesto, la caza. Existe un relato muy antiguo conocido como la Cacería de Calidón, en el cual la presa fue un gigantesco jabalí abatido por Atalanta –amamantada por Artemisa bajo la forma de una osa– y el príncipe Meleagro.
Ello nos recuerda que además de no tratarse de una actividad exclusiva de hombres, la cacería es de un grupo de al menos dos, como las columnas centrales en Gobekli Tepe. Artemisa tuvo un hermano mellizo, pastor, músico y también cazador: Apolo. Los dardos del dios délfico eran portadores de la peste, quizás por las enfermedades que ahora sabemos que los animales de caza eventualmente transmiten a sus consumidores.
Efectivamente, las primitivas “deidades” relacionadas con los rebaños suelen presentarse en partidas de a dos: Enkidu (salvaje) y Gilgamesh (civilizado), Cástor y Polux (luchadores y domadores de caballos), Rómulo y Remo (renegados criados por el pastor Fáustulo), Abel (pastor) y Caín (agricultor).
Al final, resulta interesante la dicotomía ganadería-agricultura, presente hasta nuestros tiempos como ha sido evidenciado en la sociedad venezolana (llaneros y montañeses) desde la misma fundación de El Tocuyo (1545), o en América Latina (bárbaros y civilizados). En nuestro caso destacan distintos tipos de trabajo desde la novela Doña Bárbara (1929) de Rómulo Gallegos (1884-1969), el ensayo Los Llanos de Apure (1948) de Fernando Calzadilla Valdés (1860-1954) o la investigación Vida de hacienda en Venezuela, siglos XVIII al XX (2009) de José Rafael Lovera (1939).
En el Derecho, desde instituciones familiares (adopción, matrimonio), contratos (sociedad, mutuo) o principios interpretativos (buena fe), parecen tener vestigios profundos de los antiguos esquemas. Los modelos del cazador y el agricultor, ahora generalmente yuxtapuestos, en estado puro resultan en muchos casos opuestos y podrían explicar, especialmente a los abogados, los conflictos que todavía hoy padecemos.
* Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad Monteávila