El ívila de Petunia

En tono menor

Alicia ílamo Bartolomé.-

En tono menor

Soy una enamorada de ese cerro que es el Señor de Caracas, para los indí­genas, el Waraira Repano, para nosotros sus descendientes, ya mezclados con otras razas y pueblos, prevalece la estirpe española y lo llamamos el ívila. No precisa ni directamente por la majestuosa ciudad castellana, cuna de otra cumbre pero de la mí­stica, Santa Teresas de Jesús, sino por uno de los primeros colonizadores que tal vez por su origen tení­a ese apellido, tuvo tierras propias en las faldas de la montaña que llamarí­an de ívila y se impuso por costumbre el nombre sin intervenir autoridad alguna.

Así­ salen los apelativos de muchos lugares, los coloca el vulgo y es tonto cuando gobiernos que sirven para poco y creen hacer mucho con cambios intranscendentes, se empeñan en re-bautizar esos sitios con nombres de héroes inventados o no por ellos. Vano esfuerzo, la gente seguirá con su costumbre. Tampoco pondrán resucitar un nombre original caí­do en el olvido, ni con el mayor esfuerzo por lo autóctono que se tenga.

En general, cuando hay buen tiempo, subo a la improvisada terraza de mi casa -es el techo y tendedero de la ropa lavada- mañana y tarde, por una parte, a contemplar el paisaje que preside mi ívila, por otra, a contemplar a Dios a través de la oración, aprovechando la paz que se respira allí­, filtrados en la lejaní­a los ruidos molestos de la planta baja. Allí­ son otros los sonidos y sensaciones: motores sí­, pero en sordina, de aviones que despegan del cercano aeropuerto o regresan frente a mí­ al atardecer, automóviles, motos, sirenas policiales o de ambulancias, griterí­o de manifestaciones y cacerolazos.

Sin embargo, por encima de todo eso, en lontananza e imponiéndose por su presencia inmediata, el canto de los pájaros, los colores de las guacamayas, el vuelo majestuoso de los zamuros, las chicharras, el susurro de las hojas al viento, la suave y fresca brisa, la visión magní­fica de las tonalidades del paisaje: verdes vegetales, azules celestiales, llamas crepusculares, blancos y grises de las nubes que se deslizan suavemente al impulso de los vientos alisios y cambian de formas sugiriendo extrañas figuras de monstruos, animales, rebaños de ovejas, ángeles, imágenes sagradas, seres humanos, algodón, gasas o encajes. Y sobre todo, el ívila cambiante: dorado al amanecer, matices diversos de verde, según el sol, y el avance del dí­a; se destacan sus collados iluminados y sus entrantes oscuros de selva por donde corre medio escondida el agua alegre de las quebradas. En la tarde, el cerro se viste a veces de cobre. En la noche de verde o azul casi negros. Es decir, desde mi terraza gozo de una muestra de la belleza incomparable de toda la creación. En un lugar visible coloqué un mosaico con la imagen de nuestra Patrona, aparece en la quebrada sin esas torrecillas que comúnmente la rodean y a mí­ me chocan, porque son una lamentable interpretación del marco de caña-brava de la puerta de la choza del cacique Coromoto, donde ella le dejó la reliquia en la mano que la iba a golpear.

Nunca he visto que lo pinten así­, pero en estas tardes sin lluvia subo a la terraza, veo como, al descender el sol, se van despejando sus cumbres y su silueta lí­mpida queda recortada contra un cielo indeciso entre el azul, el blanco o un ligerí­simo rosado reflejo del crepúsculo. Normalmente, en esos momentos, el ívila se ve azul marino o pizarra; pero ahora, tal vez por el humo de los incendios o una calina veraniega, tras ese leví­simo velo, luce un azul nuevo, tan hermoso y extraño que no alcanzo a describirlo en su verdad y sólo se me ocurre decir, por semejanza a esa bonita flor de los jardines: azul petunia. ¡Qué espectáculo!

En ese oasis de armoní­a, mi oración asciende hasta al altar del Pico Oriental y allí­ se la ofrezco a Dios en impetración por esta patria herida y maltratada, con ansias de cambio, buscando con anhelo la justicia para que haya paz y democracia. Ninguna oración se pierde y  por poco eficaz que sea la mí­a, lleva su gota de fe, esperanza y amor. Invito a que se me unan millones de gotas y haremos un torrente para combatir el incendio del mal, regando de renovación y alegrí­a, como sí­mbolo de nuestra identidad, el ívila de petunia.

*Alicia ílamo Bartolomé es Decana fundadora de la Universidad Monteavila

 

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