Emilio Spósito Contreras.-
Una palabra perfecta está más oculta que la piedra verde,
se la encuentra sin embargo junto a los que sirven en la muela…
Máximas de Ptahhotep.
Por cerca de tres milenios, desde la unificación del Alto y Bajo Egipto bajo el reino de Menes (circa 2900 a.C.) hasta la derrota de Cleopatra VII por Octavio en la batalla naval de Actium (30 a.C.), se desarrolló una de las civilizaciones más importantes de la humanidad: el Egipto faraónico.
Heródoto, en Los nueve libros de la Historia, dio cuenta del sentimiento de asombro por Egipto: “…comparado con cualquier otro país, es el que más maravillas tiene y el que más obras presenta superiores a todo encarecimiento” (II, 35).
Obviamente, durante tanto tiempo, muchas cosas extraordinarias ocurrieron a lo largo del Nilo. Piénsese, por ejemplo, en la asombrosa pirámide de Keops, faraón de la “IV dinastía” (según la cronología de Manetón de Sebennytos en la obra: Los hechos memorables de los egipcios). Diríamos hoy: ¡Un increíble excedente de mano de obra!
No obstante, muy poco es lo que sabemos del pueblo egipcio. Más allá de antiguas referencias hebreas, griegas o romanas, es apenas a partir de 1822, cuando Jean-Franí§ois Champollion logró descifrar la escritura jeroglífica, que empezamos a vislumbrar la vida y costumbres de los egipcios.
Manuel García-Pelayo, en Las formas políticas en el Antiguo Oriente, nos recuerda que comprender el antiguo Egipto, “…se revela como algo ciertamente difícil”.
Cual Howard Carter asomado por un orificio al interior de la tumba de Tutankamón, podemos afirmar que las descripciones de la vida contenida en los textos disponibles se corresponden perfectamente con el fabuloso escenario natural y arquitectónico que les sirvió de fondo.
Una tierra milagrosamente fértil; un pueblo intensamente religioso, que profundizó en los más variados conocimientos; un gobierno benigno, el del faraón, rey y dios al mismo tiempo; una sociedad centrada en la familia patriarcal, monogámica, pero en la cual la esposa y la hija fueron finalmente igualadas a los hombres, nos muestran una vida refinada que todavía maravilla a nuestros contemporáneos.
Hasta en los peores momentos, los egipcios mostraron una exquisita cultura. En la Oda del desesperado o Disputa de un hombre cansado con su Ba, de finales del primer período intermedio, al límite del desastre total, el poeta todavía es capaz de imaginar los más delicados versos:
La muerte está hoy ante mí
como el perfume de la mirra…
como el perfume de la flor de loto…
Pero sobre las costumbres egipcias, específicamente las costumbres que constituyen Derecho, se sabe muy poco, y en cuanto a las leyes, posiblemente los elegantes egipcios prefirieron escribir prolijamente sobre sus dioses y otras maravillas de su tiempo, en vez de los problemas que les aquejaban, así como las soluciones que encontraron para solucionarlos; o quizás, precisamente al hablar de sus dioses, hablaron de su Derecho.
Los ejemplos directos de Derecho escrito entre los antiguos egipcios, hasta ahora nos resultan escasos y parciales, sobre todo si consideramos la importancia de su civilización y su extensión temporal. Un relieve de la XIII dinastía muestra al gran visir con una colección de 40 rollos de leyes, a partir de lo cual podríamos presumir la existencia de una gran cantidad de leyes que no llegaron hasta nosotros. No obstante, hay motivos para sospechar que no fueron muy abundantes las fuentes escritas del Derecho egipcio.
Los ejemplos de Derecho escrito entre los egipcios son contados (la Estela de Gizeh, los Decretos de Neferirkare, Pepi II, Neferkawhor y Horemheb, los Códigos de Bocoris y Hermópolis), y coinciden con momentos de crisis, en los cuales se buscó afirmar al faraón frente a los comarcas –gobernadores locales–, o a un advenedizo en el poder.
Efectivamente, como lo evidencia Henri Lévy-Bruhl en La escritura y el Derecho, las leyes por escrito tienen como consecuencia la certidumbre; pero, al mismo tiempo, pierden la vitalidad del pueblo que las produce. Imaginamos con nostalgia el mundo egipcio, sin necesidad de escribir sus leyes, porque en su reino todo fluía como su majestuoso río, y estaban de más quienes, contra corriente, se empeñaban en escribir leyes en definitiva ineficaces y eventualmente olvidadizas.
*Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad Monteávila