Fernando Vizcaya Carrillo._
Hay autores que definen la democracia como un intento de establecer la aristocracia en todos los ciudadanos, es decir, hacerlos a todos excelentes por la virtud. Obviamente, la democracia requiere de manera vital los hábitos cívicos, y los hábitos intelectuales que impedirán al sistema desfallecer. Eso es frecuente, como escribe un autor contemporáneo como Aníbal Romero: “Las sociedades, en otras palabras, no perecen de «causas naturales sólo pocas veces se desintegran como producto de un «asesinato» (agresión externa); la más frecuente causa de deterioro y fracaso es el suicidio: la consecuencia de deficiencias en la capacidad creadora de la dirigencia. Estas fallas pueden manifestarse de dos maneras: a través de la demagogia o del autoritarismo. O bien porque los líderes, por cansancio y autocomplacencia, se entregan al peligroso arte de ilusionar a las mayorías, o porque, llevados de ambición excesiva y una ausencia de humildad, den oprimir a la mayoría, quebrando así el vínculo de lealtad y credibilidad que sostenía al sistema”. (Prologo de La Miseria del Populismo).
Existen a mi entender, varias causas de este aparente fracaso de la enseñanza. La más central es que se pretende enseñar cognoscitivamente algo que no es teórico solamente, sino que es una práctica, un “modo de vida”, como es la democracia. Y las escuelas tienen sistemas que no son precisamente democráticos y muchas veces son exactamente lo contrario. Aspectos de ese tipo de escuela van desde la obligatoriedad de sentarse físicamente donde el maestro indique por la comodidad del maestro, hasta una “disciplina” que no busca cultivar hábitos en el alumno sino tener tranquilidad para los docentes.
Escribe J. Dewey (1996): “Uno de los instrumentos más importantes para producir hombres democráticos es un sistema escolar estructurado con ese propósito (…) Por tanto, la tarea de las escuelas no solo es unir los espíritus de las generaciones, sino formar personalidades por la organización o por el método, así como por el contenido de la institución”.
Los diversos programas de estudio y de actividades producidos por el Estado, reflejan el pensamiento de los funcionarios que en ese momento redactaron el documento. No obstante las fallas que pueda presentar, se requiere un ente de control y de planificación. Y esto siempre en función de una ciudad que requiere de un orden, aunque a veces ese orden degenere en la tentación del mando por el mando, es decir autoritarismo incluso hasta caer en el totalitarismo. Nos hacemos eco de lo que comenta Naval (1995): “El hombre, cuya imagen se revela en la obras de los grandes griegos, es el hombre político. La educación no era una suma de artes y organizaciones privadas orientadas a la formación de una individualidad perfecta e independiente. Era tan imposible un espíritu ajeno al Estado, como un Estado ajeno al espíritu”.
Profundizando más en el tema, nos damos cuenta que al ser la justicia un hábito necesario para la vida democrática, no se transmite por vía de información de conocimientos sino que es el resultado de una “atmósfera” que se respira en una comunidad (en este caso la escolar) y de la ejercitación de “hechos justos o que se acerquen a ella”.
Por este mismo criterio, percibimos que otra raíz de distorsión es la de costumbres familiares mal asentadas en lo referente a participación y dialogo constructivo. Se logra con esas costumbres que van desde comer juntos, cultivar la urbanidad de la mesa y la interpersonal buscando mejores formas de convivencia, y eso solo se cultiva en el seno de las familias. Y es un dato que en nuestra realidad familiar venezolana es un punto débil ciertamente para el logro democrático.
*Fernando Vizcaya es Decano de la Facultad de Educación de la Universidad Monteávila