Alicia ílamo Bartolomé.-
Lo tenemos, sí, es nuestro, de España y de la América que fue suya. Bien lo describió Miguel de Unamuno. El Domingo de Resurrección unido a la Semana de Pascua que le sigue, es la mayor fiesta del cristianismo; los países del norte, los sajones, celebran estos días como Dios manda: las mujeres estadounidense se engalanan para asistir a los oficios del Domingo de Pascua, lucen graciosos -o tal vez un poco cursis- sombreritos floreados y, la semana pascual –que estamos viviendo- es de vacaciones en Europa y Norte América. Entre nosotros no -civilmente, para el tiempo religioso litúrgico si es fiesta. Volvemos a clases, al trabajo, a la rutina. En cambio, la inmediata anterior, la Semana Santa, que acabamos de dejar atrás, se paraliza todo… menos las playas.
En Venezuela, antes daban el asueto a partir del Miércoles Santo. Ahora es toda la semana, donde no hay un solo día que sea festivo, con obligación de asistir a la iglesia. Jueves y Viernes Santos son días conmemorativos de la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo, no tenemos nada que celebrar sino más bien debemos acompañarlo en su experiencia dolorosa revivida en los oficios religiosos; mejor los pasaríamos trabajando o estudiando que en francachelas vacacionales que desvirtúan la esencia de la emotiva conmemoración. Sin embargo, hay una parte del pueblo más ingenua, pero más devota, que se toma en serio el sentido trágico de esta semana y colma los templos, va en masa a las procesiones, sigue la costumbre un tanto agotadora de visitar los siete monumentos que rivalizan entre sí por la belleza de su presentación, se comenta más ésta que el hecho central: Jesús prisionero en el Sagrario invitando a ser comprendido y amado.
Hay también, en las clases populares venezolanas, varías costumbres durante la Semana Mayor que más tienen de superstición que de devoción, por ejemplo: hay que comer pescado a toda costa –hoy en día a todo costo-  Jueves y Viernes Santo. Es una deformación del espíritu penitencial, lo que se debe hacer es un sacrificio en la comida, antes era dejar de ingerir carne, cuando era plato diario y abundante, el pescado la reemplazaba como vianda menor en la dieta de la abstinencia, hoy es un lujo por su precio, de manera que resulta más bien una incongruencia como intento de mortificación. Otra creencia absurda por supersticiosa y ridícula es que el Viernes Santo el cristiano no debe bañarse en el mar porque se convierte en pez y hay quien la lleva al extremo de que ni en agua dulce de ducha, bañera o totumita. Eso no es devoción ni homenaje a Dios, sino una insensatez.
Heredamos de nuestros ancestros españoles el sentimiento trágico de la vida que nos hace aferrarnos más al llanto que a la risa, a esas imágenes del Nazareno y la Virgen Dolorosa con todo el realismo, a veces tal vez un poco exagerado pero siempre conmovedor y hermoso, del arte barroco español, sobre todo del andaluz. Como siempre digo, tenemos en común con los ibéricos una manera de ser y padecer.
Pero ya basta, porque lo hemos trasladado a nuestras vidas, sobre todo en estos fatídicos últimos 20 años de historia patria. A menudo rebatimos a los optimistas con posiciones y comentarios de desaliento y desencanto, criticando a los líderes de oposición que luchan con denuedo y perseverancia, haciéndole el juego a los ilegítimos mandantes que buscan romper la unidad que, junto con la esperanza y decisión de cambio, son las únicas armas que tenemos.
Fuera el dramatismo desintegrador y adelante con la alegría avasallante y arrastrante de la fe.
*Alicia ílamo Bartolomé es Decana fundadora de la Universidad Monteávila