Alicia ílamo Bartolomé.-
El campeonato Mundial de Fútbol de Rusia y el anual de tenis de Wimbledon se han superpuesto en estos días, con el consiguiente cambio de canal, a cada momento, de los televidentes aficionados a ambos deportes.
Se habló hasta de una posible petición de la FIFA a los dirigentes del torneo inglés para cambiar su final y evitar la coincidencia con la del mundial.
Dada la característica británica de inconmovible fidelidad a sus tradiciones, costumbres y normas, eso era difícil. Wimbledon no escapa a este rigor, basta saber como a los jugadores de la famosa justa no se les permite desenvolverse en la cancha con atuendos de colores, sino vestidos de inmaculado blanco de pies a cabeza.
Es interesante lo que ha pasado en estos grandes acontecimientos deportivos de 2018: en lenguaje coloquial lo llamamos batacazos. Del mundial de Rusia quedaron eliminados paras las rondas aún lejanas de la gran final, los favoritos, los equipos con más trayectoria en estas competencias, tales como Brasil, Uruguay, Argentina, Alemania, incluso el representante de Rusia, cuya condición de sede parecía darle mucho chance. Lo que fue de este lado del Atlántico, quedamos todos fuera, también los de ífrica, Asia y Oceanía, sólo sobrevivieron equipos europeos.
En cuanto a Wimbledon, si en la rama masculina se mantuvo un poco la hegemonía de los grandes, en la femenina rodaron cabezas: ni una de las pre-clasificadas quedó en pie, ni la actual Nº 1 del mundo, la rumana Simona Halep, reciente campeona del Roland Garros, ni la campeona del año pasado de este gran slam de Londres, la española Garbiñe Muguruza. Surgen nuevas figuras.
Estos acontecimientos deportivos me han hecho reflexionar hacia otras esferas. ¡Cómo desaparecen los grandes en cualquier plano de la actividad humana! Napoleón Bonaparte arengó a sus ejércitos en Egipto, con aquel grito de ¡Desde la altura de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan!
Y se fueron al foso cuarenta siglos de una civilización, de un imperio. Sólo quedó la inmortalidad de su arte y hoy la región es foco de pobreza, injusticia, atraso, enormes diferencias sociales y conflictos bélicos. Y el mismo gran Napoleón, su brillo fue el de una nova, terminó fracasado, preso y solo en la isla de Santa Elena, incluso tal vez envenenado. ¿Y nuestro gran Libertador? ¡Dios, cuánto lo han degradado, hasta profanar sus cenizas!
Cayó el Imperio Romano, la Armada Invencible, el dominio español en América, la Rusia de los zares, el nazismo… ¡y tantos ismos! Nada es permanente. Todo pasa, todo fluye, cambian y se renuevan las filas de las doctrinas y teorías políticas, económicas, filosóficas, científicas. Siempre hay un nuevo descubrimiento o tesis que barre lo anterior. El arte, la moda, las costumbres, las aficiones varían en pocos años. Todo va pasando inexorablemente a la obsolescencia.
¿A qué aferrarnos a las grandezas de este mundo? Contemplemos con respeto, admiración y afán de conocimiento la huella de lo que pasó. Alguna lección nos dejaron esas ausencias de hoy. Cometemos un error, tanto anclarnos en el pasado como remitirlo todo al futuro. No debemos estancarnos en el desaliento ni fiar todo a la esperanza. Hay un hoy, un presente y en éste debemos actuar y luchar.
Lo grande desaparece como la espuma. Sólo podemos y debemos confiar en el único grande eterno, el que es, el que nos acompaña y guía siempre, el que ni siquiera es necesario nombrar.
* Alicia ílamo Bartolomé es profesora fundadora de la Universidad Monteávila