Aki Salazar.-
Fundado en la época de Pérez Jiménez, el Mercado de Guaicaipuro sigue albergando docenas de negocios informales de comida, ropa, dvd’s, accesorios. Hoy en día es sólo un fantasma de lo que era antes; la clientela disminuyó y la inseguridad, junto a los precios, aumentó.
8:30 de la mañana, el estacionamiento está casi lleno, encontrar un puesto se hace una ardua tarea.
“Los domingos esto se llena desde temprano, además esta semana se cobró. Va a tener que dar unas cuantas vueltas”.
El parquero del lugar dijo al asomarse por la ventana, lleno de sudor y casi sin aliento. “Estos son los domingos en los que el mercado sí se llena, si no hay quincena o pensión, está vacío”.
El hombre asegura que ya no hay tanta gente como hace dos años.
“Ya no se ve tanto bululú, y uno pensaría que sí, porque los bachaqueros montaron sus toldos aquí afuera a revender sus productos”.
10 minutos después, un carro sale.
Con apenas cruzar la entrada principal, lo primero que captan los clientes primerizos es un olor particular, que envuelve frituras, carnes crudas, frutas y vegetales. Difícil de borrar,
Una vez superado el primer impacto al olfato, un largo corredor se extiende hacia ambos lados al pasar una de las muchas puertas del mercado, y en él se apretujan al menos cien negocios de ropa, calzado y accesorios. Ya en ese primer pasillo, aún no enteramente dentro del mercado, hay suficientes personas como para llenar una sala de cine.
Un poco más adentro, a la izquierda, se ubica un pequeño puesto de desayuno, principalmente arepas.
“Por favor señor, ¿puede darme algo de comer? ¿Una arepa, un jugo, una galleta?”
Un niño, tan delgado y frágil que pareciese que sus finos huesos atravesarán su piel, está de pie frente a uno de los clientes, lo mira con ojos tristes, relamiéndose los labios con hambre, sed o ambas.
En el momento en que el hombre toma un poco de su arepa para dársela al pequeño, una de las señoras que atienden el negocio grita:
“¡No le des nada! Si les das, pierdes, no dejarán de perseguirte. Ignóralos” Y luego de eso, sacudió las manos para ahuyentar al niño.
“Además, esos muchachos son peligrosos”, dijo entre dientes, “Son de los que te sacan un puñal del bolsillo”.
Aymara, esposa del dueño del local, relató cómo la inseguridad logró abrir su camino hasta dentro del mercado.
“Ahora los clientes son víctimas de robos a punta de puñales, bolsilleros… Hay algunos que ni siquiera piden, sólo les arrancan las cosas y corren”.
“Ya uno no puede ni hacer mercado en paz”, responde un cliente.
“Y eso”, dijo la mujer al señalar al niño que se había ido a merodear a otro negocio, “nos costó los clientes, la gente casi no viene ya, hoy está extrañamente lleno”.
Dentro, el mercado es un laberinto de negocios de frutas, vegetales, lácteos, carnes. El número de clientes se multiplica y aunque los pasillos no son estrechos, es difícil caminar sin chocar con otros visitantes.
Las personas se amontonan en los locales, las colas de los puntos son largas.
En medio del número de personas, los vendedores juegan con los precios y la ligereza que da poner un monto u otro, sin que la clientela se percate de estos ajustes microeconómicos.
“¡Alberto! ¿cómo estás?”, grita al ver al asiduo cliente. “La mano de cambur la tengo en 150, pero te la dejo en 110”, asegura la vendedora que ya ha realizado los ajustes al cono monetario ordenado por el presidente Nicolás Maduro.
Cinco minutos después llega un nuevo cliente, una cara no conocida. “Buenos días amigo, esa mano la tengo en 200”.
“Ese que está ahí”, dice un hombre esperando en la cola para pagar sus frutas, “está llamando demasiado la atención, pagando con efectivo, seguro no viene muy seguido”.
El hombre, Rafael, tiene 20 años visitando el mercado todos los domingos, ya es un cliente regular. Los vendedores lo conocen por su nombre y lo saludan por donde pasa.
“Este lugar ya no es lo mismo, hay unos muchos locales cerrados. Uno de ellos era amigo mío, se fue a Colombia”, confesó señalando una santa maría unos metros más allá “Antes uno se quedaba casi todo el día hablando con la gente, ahora entro y salgo rápido antes de que los malandritos pillen lo que llevo en las bolsas”.
11 de la mañana y el mercado alcanza su punto más alto, el bullicio es ensordecedor, las personas caminan con más prisa, los locales se llenan más de gente.
“Este es el máximo de gente que vas a ver en el mercado”, dice Alberto, otro cliente recurrente. Tiene 30 años visitando Guaicaipuro.
Casi es la 1 y media de la tarde y el local que alberga más de 100 tiendas se vació casi por completo. Ya los vendedores están bajando sus santa maría y despidiéndose de un día de trabajo.
El estacionamiento, antes lleno, ahora tiene más puestos vacíos que carros en él.
A medida que el automóvil avanza, Guaicaipuro desaparece y sólo queda la sombra de lo que alguna vez fue.
*Aki Salazar es estudiante de la Universidad Monteávila