Emilio Spósito Contreras.-
El rey Laomedonte de Troya, nieto del mítico Troas e hijo de Ilo, quiso dotar a la ciudad de murallas, pero no de cualquier parapeto defensivo, sino de los más esplendidos muros, expresión de su gran riqueza y poder. Homero, al narrar la guerra entre los aqueos y los troyanos, se refiere a estas defensas como los “altos muros” (Ilíada IV, 31; VI, 326 y XXII, 477), o como los “ínclitos muros” (Ilíada XXI, 288).
La excelencia e invulnerabilidad de las murallas de Troya sólo podía ser obra de los dioses, y cuenta la mitología que Apolo-Febo, transfigurado en mortal, tras ser condenado por la muerte de los Cíclopes –hacedores del rayo–, se presentó ante Laomedonte para emplearse en tan importante obra. También se cuenta que junto al luminoso dios se encontraba su propio tío, Poseidón-Neptuno, señor de los mares.
El acuerdo implicaba el pago de una determinada cantidad: treinta monedas de plata, según se lee en las Diatribas de Luciano de Samósata. Curiosamente, la misma suma a la que se refiere Zacarías en el Antiguo Testamento (11: 3-17), y San Mateo en el Nuevo (27: 9-10), para indicar el precio de la traición; con la diferencia que los hebreos en cada caso pagaron puntualmente, mientras Laomedonte no pagó, tratando a sus trabajadores como simples esclavos.
La afrenta real fue cobrada con creces por los rencorosos dioses: se dice que Apolo-Febo disparó sus dardos envenenados contra el pueblo, causando la propagación de la peste vinculada a las ratas, o privándoles de la medicina representada por su emblemático laurel; al final, el efecto fue igual de terrible. Por su parte Poseidón-Neptuno, recordando que la zona era sísmica, provocó un maremoto que inundó los campos troyanos y arruinó a su avaro rey.
Como si fuera poco, un monstruo marino –¿el Leviatán quizás?– acechaba en la costa. Revelaron los adivinos que, para apaciguar la furia de los dioses, anualmente debería ofrecerse al animal una doncella seleccionada al azar. Ocurrió entonces que fatídicamente correspondió sacrificar a Hesíone, hija del mismo Laomedonte. A la desdichada troyana se la representa junto al goloso monstruo, como se hace con Santa Marta de Betania, junto a un dragón.
Heracles-Hércules tuvo otra oportunidad de demostrar sus virtudes salvando a Hesíone, a cambio de que Laomedonte le entregara las yeguas inmortales que Zeus-Júpiter había entregado a Troas como compensación por el rapto de Ganímedes. Pero nuevamente en este caso, el contumaz rey de Troya incumplió, entregando al héroe caballos vulgares. En el colmo de su maldad, Laomedonte ordenó apresar a Ificles y Telamón, embajadores de Heracles-Hércules para tenerlos como rehenes.
La paciencia del servidor de Hera-Juno llegó a su límite, invadió Troya, matando a Laomedonte y a toda su familia, menos a Hesíone, a quien entregó como esposa a Telamón; y a Príamo, a quien su hermana pudo rescatar de las ruinas de la ciudad que luego gobernaría. Dicen que los reclamos de Príamo ante los griegos, por el regreso de Hesíone, devino en el rapto de Helena por su hijo París que, como sabemos, desencadenó conflictos de los cuales todavía se habla.
Los pactos, como los juramentos, estaban sostenidos por la divinidad. Los romanos tenían un templo a Fides en el Capitolio, de manera que violar un pacto era tanto como violar un juramento y constituía perjurio: indirectamente la negación de la existencia del dios por el cual se jura, y que constituye un grave delito de derecho divino. Ello nos recuerda que en la antigí¼edad, toda palabra, no sólo la palabra empeñada, es cosa tenida por religiosa, que nos vincula, y su banalización también atenta contra nosotros mismos.
Los romanos llevaron al extremo la fides, reconociendo la más general y hoy vigente bona fides, a la que alude Fritz Schulz en sus Principios del Derecho Romano, como el comportamiento que acostumbra la gente honrada. Por oposición a hebreos y romanos, eran famosos por perjuros tanto los cartagineses como los aqueos. Dante reconoció al embaucador Sinón entre los condenados (Infierno, XXX). Lo terrible es que a pesar de las más terribles penas a que se someta al maula en el abismo, esto no lo redime, sino que todavía tiene que “pagar sus deudas”: treinta dracmas de plata.
*Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad Monteávila.