Alicia ílamo Bartolomé.-
Siempre me gustó el tenis y nunca lo pude jugar. En mi niñez y juventud no era un deporte escolar -casi ninguno lo era- sino de club social, sólo estos tenían canchas para practicarlo. Hoy dirían los seguidores del socialismo del siglo XXI: era un deporte de elites, en parte lo sigue siendo. La primera vez que pisé una escuela –en Venezuela tuve maestros en la casa- fue la República del Perú en San José de Costa Rica. Cursé allí desde la mitad del tercer grado hasta el sexto. Vieja casona en el centro de la capital, sólo tenía dos amplios patios para hacer gimnasia: a primera hora, antes de entrar a clases, en el patio de entrada, toda la escuela y, en el de atrás, cuando a cada grado le tocaba, era materia del pensum.
Una que otra vez llevaron a mi grupo a un sitio, fuera de la escuela, a aprender, más que practicar, basquetbol y volibol. Me encantó, pero esa fue mi única formación deportiva escolar. En San José vi por primera vez jugar fútbol en el Estadio Nacional. Aprendí a jugar ping-pong en casa, pero cuando entré a estudiar bachillerato en el Colegio Superior de Señoritas, había allí mesas, practicaba cuando terminaban las clases. Me vio jugar un profesor de Historia de los años superiores, aficionado al tenis de mesa y quiso jugar conmigo. Lo hacíamos por las tardes. Pasaron muchos años, Costa Rica ya era para mí, como hoy, sólo la grata memoria de una segunda patria en mi corazón. Siendo directora de Extensión Universitaria en la USB, un día, el encargado de Publicaciones, el escritor Armando José Sequera, vino a mi oficina a traerme unas revistas de la Universidad de Costa Rica, pensó que me podrían interesar por haber vivido allá. Pegué un grito, Sequera se asustó: ¿No le gustan?  No es eso, ¡es que yo jugué ping-pong con un monumento nacional! Aquí hablan de La Ciudadela Carlos Monge.
Mi afición al deporte, como ejecutante, no pasó de la primera juventud. En Barquisimeto, a los 16 años, practicando en serio el básquet, sufrí el pellizco en el menisco. Aquí estaba muy en pañales la cirugía traumatológica y el médico que me vio en Caracas me recomendó que no me operara si no iba a dedicarme profesionalmente al deporte, la recuperación era muy fuerte. Quise aprender tenis en el Club Paraíso, pero la rodilla no me dejó, no puedo hacer tensión con la pierna doblada. Practiqué en serio natación, como estudiante de la UCV, de noche, en la piscina del Club Altamira porque todavía no tenía nuestra universidad la olímpica, pero no sólo tenía limitaciones por mi menisco, además soy alérgica al agua fría y me enfermaba. Nada qué hacer, para los deportes quedé como espectadora. ¡Y cómo! Veo béisbol, fútbol… ¡y tenis!
Este último deporte es el que más me gusta ahora, por su elegancia, por su limpieza y ausencia de violencia. Jamás he visto a unos tenistas caerse a raquetazos; a uno, enojado consigo mismo por una pifia, sí… y romper con furia su raqueta contra el suelo, actitud poco deportiva, pero en fin, nadie es perfecto. Entonces, por supuesto, el domingo 11 de junio de este año estuve matutinamente frente a la pantalla de TV para ver la final del Roland Garros en París.
No fue el gran espectáculo esperado, Stan Wawrinka estaba demasiado desgastado por el duro juego que le ganó dos días antes, en 5 sets, al Nº 1 del mundo, Andy Murray. Su rival Rafael Nadal, en cambio, estaba fresco, pues ese mismo día se “paseó” en 3 sets a Dominique Thiem. El español fulminó al suizo también en 3 sets. Como dijo un comentarista, nadie, con una raqueta, puede contra Rafa sobre una cancha de polvo de arcilla. Allí es el rey. Hoy emperador, después de ese histórico décimo triunfo -al regreso de muchas lesiones-, récord difícil de superar. ¡Ah, pero es que el español mallorquín, sano e inspirado, en ese suelo ocre es realmente una fiera suelta!
* Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Facultad de Ciencias de la Comunicación e Información de la Universidad Monteávila.