La cara de Vidal estaba maltratada por el sol, lo colorado delataba su cotidianidad curtida por la intemperie. Es alto, de tez morena, cabello corto, vestía blue jeans y una franela negra y recorre Sabana Grande con su tono de papelón con limón.
Luis Miguel Hernández.-
Cada mañana, de lunes a domingo, se despierta, prepara papelón con limón, le compra hielo a su vecina y carga con su carretilla empujando un pesado balde de 44 litros para vender su mezcla en Sabana Grande; afortunadamente, vive cerca.
El calor ya no le afecta, se mantiene firme promocionando su producto. Acepta pago móvil y efectivo, tanto en dólares como en bolívares.
Necesita vender para llevar la comida a la mesa, su familia es de 4 personas, y con la canasta básica en 486,87$ no puede permitirse perder ni un sólo cliente.
-¡Papelón, dos por un dólar!- grita cada que ve un posible comprador.
De vez en cuando se puede escuchar las baldosas sueltas cuando las pisa. Los frenazos bruscos de los carros a la hora de cruzar la calle hacen un chillido noqueador de tímpanos.
La música de las tiendas se mezcla en una lucha interminable por ver qué ritmo tiene más volumen en un cóctel ensordecedor.
El paisaje siempre tiene una nubecita con olor a tabaco.
Si te descuidas, los caminos se estrechan y tropezarse con alguien está garantizado
-¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Se compra oro!- vociferan por los alrededores.
Vidal trabaja en Sabana Grande desde hace 8 años, al igual que su esposa, quien vende comida china no muy lejos, actividad suspendida -momentáneamente- por el abuso policial.
-Le quitaron la carretilla.
En el bulevar de Sabana Grande no está permitida la circulación de vehículos, pero los policías parecen estar exentos ante la normativa. Pasean en motos de un lado a otro, haciendo rugir el motor para hacerse notar.
Las autoridades lucen chalecos fluorescentes, los transeúntes no les dan mucha importancia. Sin embargo, los vendedores ambulantes se mantienen atentos, aunque sea de reojo los miran, saben que en cualquier momento les puede tocar a ellos.
La carretilla para los buhoneros es un símbolo de trabajo, de subsistencia, es su compañera, con esta herramienta llevan la comida a su mesa y mantienen a una familia.
-Si te la dejas quitar no te la regresan.
La tranquilidad recae en pagarle a los policías, cuyo monto depende del día. Cada vez que se antojen hay que desembolsar dinero… Pagar las cuentas de la casa depende estrictamente del ánimo de los agentes.
Necesitar que la alcaldía emita un permiso para poder vender exaltaba la indignación de Vidal, permiso que no les conceden.
Dentro de todo, ya estaba acostumbrado a esta clase de tratos, así ha sido durante los últimos 8 años.
La única alternativa para que el estado otorgue la autorización es vendiendo en un local, pero el alquiler de una tienda pequeña es de alrededor de 3 mil dólares, algo imposible de costear para personas como Vidal.
En un país con altos índices de inflación, donde el sueldo mínimo es tan bajo que obliga a los trabajadores a depender del bono de guerra y del cestaticket (menos de 100 dólares para el personal activo), permitirse emprender bajo los reglamentos del gobierno es una situación injustamente utópica.
La ley orgánica de trabajo, los trabajadores y las trabajadoras (LOTTT) establece que todo trabajador tiene derecho a una remuneración justa y suficiente, pero son 141,2$ el sueldo mensual promedio de los empleados privados, menos que la canasta básica.
El “Venezuela está mejorando” no significa nada para quienes su único establecimiento es una carretilla, que han de defender para seguir comiendo. Por eso no sorprende que el 84,5% de los empleos sean informales, mejor es valerse por sí mismos que necesitar un bono de una guerra sin nombre.
-¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Se compra oro!
Vidal tiene una hija de 12 y un hijo de 10 años, ambos asisten al colegio en la tarde, de 1 a 5 pm, pero no todos los días, los profesores optan por dar clases sólo 3 o 4 veces a la semana.
-Tú sabes, cuando te pagan poco no trabajas- comenta Vidal.
En las mañanas esta pareja se lleva a sus hijos para que los acompañe en la jornada de trabajo, no los dejan solos en la casa.
Los comerciantes de los alrededores se acercan a escuchar la conversación, de vez en cuando interrumpen para bromear con el señor del papelón con limón.
-Dame la ñapa- exige una vendedora de la tienda de atrás.
Vidal se muestra incómodo ante la petición, pero conserva su amabilidad y amistad sonriendo, dándole largas a la ñapa para marear con chistes y escabullirse de la solicitud.
En eso, llega un hombre de franela blanca pidiendo un vaso de papelón, conocía al dueño de la carretilla.
-Tú me debes- le dijo Vidal
-¿Yo?
-Sí, tú
-¿De cuándo?
-Del otro día que viniste con tu esposa.
-Yo no me acuerdo.
Empezaron a hablar y a reír, Vidal le vendió un vaso sin pitillo, pero no le pudo cobrar la deuda.
-¿Por qué a nosotros no nos das pitillo y a ellos sí?- preguntó la misma mujer de la ñapa refiriéndose a un par de estudiantes universitarios que compraron dos papelones por un dólar.
-Porque ellos me están haciendo una entrevista- responde el buhonero.
Vidal tiene días buenos y días malos. Ayer, apenas consiguió hacer 7 dólares, un dólar por hora trabajada, pero los fines de semana puede hacer más de 40 si se queda hasta las 8 de la noche con su carretilla.
-Yo no sé cómo hacen los que viven con 40 a la semana, eso no alcanza.
Los policías pasan de vez en cuando, nadie hace nada, todos esperan ver quién cae en su osadía.
La gente camina por el bulevar, hablan entre ellos, compran en las tiendas y a los buhoneros. Los barquillones a un dólar tientan a cualquiera, las ofertas en los locales llaman a los transeúntes. Hay personas con carteles guindando, comprando oro.
Los megáfonos promocionan productos, unos utilizan voces generadas por inteligencia artificial, ya no es necesario gritar por clientes.
– Ya pagaron el bono de guerra- comenta una muchacha que está planificando sus finanzas junto a otra persona.
-Entonces ¿Si nos alcanza?- le responden, pero la lejanía desdibujó la conversación.
Una mujer joven, alta, de cabello corto, con suéter negro y pantalones morados pide dinero a los transeúntes. Si bien era delgada, su presencia irradiaba fuerza, y con su ímpetu logró acorralar a una señora contra la pared.
-Es para una harina pan- dijo mientras la acosa.
La señora se hizo pequeña, adoptó la posición corporal menos espaciosa, y haciendo una maniobra, se deslizó entre la pared y la mujer.
-No tengo- le contestó con voz asustadiza.
-¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Se compra oro!- se escucha no muy lejos
La mujer sigue acercándose a quienes pasan cerca, alguien le daría algo en cualquier momento. De tanto intentar, consiguió un alma caritativa: una estudiante de bachillerato, luce una camisa blanca, pantalones y mocasines negros; desembolsa unos bolívares y se los da a la mujer
Mientras tanto, muchos hacen fila para comprar en las farmacias ambulantes, pueden estar entre 10 y 15 personas por camión.
-¡Hey! ¡Sí, tú! Persona que está caminando por el bulevar, acércate– se escucha desde un megáfono invitando a la gente a pasar a su tienda.
Un joven de unos 16 años promociona los productos de Gelatop, una heladería que vende tres hamburguesas por 6 dólares.
Ya cerca del mediodía, cerca de Beco, personas de la calle aún duermen en los bancos del sitio, con todo y sol.
Vidal juega al animalito, una lotería que consiste en atinarle a la figura sorteada, pero ese día, a las 12 pm, salió el tigre él había apostado al perro.
– ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Oro! ¡Se compra oro!
Sabana Grande queda atrás, conforme se aleja comienza otra clase de melodía: la de las motos, carros y camioneticas. Los gritos ya no son para promocionar productos, sino para cuidar el carro mientras está estacionado.
Para ese entonces, son la una y el primer turno de Vidal acabó. Recoge su banquito rojo, guarda los vasos, acomoda su cartel, escrito a mano, ata el balde a la carretilla, se despide de la tienda de atrás y se va a almorzar, luego vendrá a ligar más clientes.
*Luis Miguel Hernández es estudiante de la Universidad Monteávila