Emilio Spósito Contreras.-
La Edad Media, equivocadamente juzgada como una época de inmovilidad intelectual, social y geográfica, tuvo en los viajes de cruzados, aventureros y peregrinos una importante causa de movilidad en todos los ámbitos.
Así, por ejemplo, lo atestiguaron Jean de Joinville (circa 1224-1317), cronista de la Séptima Cruzada (1248-1254) en su Vie de saint Louis (1309); Bertrandon de la Broquií¨re (circa 1400-1459), autor de Le Voyage d’Outre-Mer (dedicada en 1457): Bertrandon es célebre por traer de su viaje al Medio Oriente la primera traducción latina del Corán, realizada por un anónimo capellán del cónsul veneciano en Damasco; o las ilustraciones anónimas contenidas en Pageant of the Birth Life and Death of Richard Beauchamp Earl of Warwick K.G. (1389-1439), en las que se recogen interesantes imágenes de la peregrinación del referido conde de Warwick a Tierra Santa.
Como dejó documentado la medievalista Margaret W. Labarge (1916-2009), profesora de la Universidad de Carleton, en su obra Viajeros medievales: Los ricos y los insatisfechos (traducción de José Luis López Muñoz. Nerea. Madrid, 2000, 340 pp.), los grandes centros cristianos de peregrinación son Jerusalén, Roma y Compostela, aunque en la Edad Media existían otros destinos piadosos menores como el Purgatorio de san Patricio, en Donegal, Irlanda; la abadía del Monte Saint-Michel, en Normandía, Francia; la tumba de san Tomás Becket en Canterbury, Inglaterra; el santuario de Nuestra Señora de Tartosa en Tartús, Siria: lugar donde está documentada la veneración de la Virgen María desde el año 387; o el monasterio de santa Catalina en el Monte Sinaí, Egipto, entre otros.
Usualmente, originados en un juramento o voto religioso, los peregrinajes se hacían como sacrificio o penitencia y de ellos se derivaban consecuencias jurídicas, como puede evidenciarse de las instituciones jurídicas y contratos que tenían anejos. Así, por ejemplo, más allá de la pignoración de los bienes para hacerse del dinero necesario para sufragar el viaje, los peregrinos debían contratar múltiples locati conducti o arrendamientos, tanto de bienes como de obras. Asimismo, eran frecuentes los mandatos para que otros completaran o hicieran la peregrinación: la condesa Matilde de Artois (1268-1329), en 1304 pagó a un peregrino a Compostela por la salud de su hija Juana (1292-1330) y en 1317, contrató a otro para llevar una ofrenda de 4 chelines de plata hasta la tumba del apóstol Santiago.
Como alternativas al peregrinaje, también se sabe de donaciones, como la realizada a instancia del obispo de París, por Blanca de Castilla (1188-1252), que ascendió al costo del viaje hasta Compostela. Como es de suponer, también los testamentos se llenaron de disposiciones sobre peregrinaciones, bajo la forma de legados con condiciones. Son claro ejemplo de ellos, los testamentos de Bernard Ezi II, señor de Albret (siglo XII), que impuso a sus descendientes la obligación de peregrinar a Tierra Santa; de Tomás Fitzalan, conde de Arundel (1381-1415), cuya romería apuntaba a Canterbury; o de Tomás Polton, obispo de Worcester (muerto en 1433), con previsiones para una peregrinación a la Ciudad Eterna.
Los viajes a Tierra Santa, que además de Jerusalén comprendía lugares como Sinaí, Cairo, Damietta, Alejandría, Damasco y Beirut, estuvieron controlados por los genoveses y sobre todo por los venecianos, quienes organizaron las primeras empresas de transporte de pasajeros por el Mediterráneo. Bajo normas dictadas por el Dux y sus consejeros, se establecieron las condiciones mínimas de los barcos, los servicios al peregrino desde la plaza de San Marcos o el puente de Rialto y, de acuerdo con las condiciones del clima, el establecimiento de dos temporadas de viaje a San Juan de Acre y Jaffa: una en primavera y otra en verano.
Es de resaltar, que en la citada obra de Bertrandon de la Broquií¨re se menciona un claro antecedente del pasaporte: los musulmanes de Jerusalén llevaban un completo registro de los peregrinos al Sinaí que proporcionaban al dragomán del Cairo, en el que se indicaba nombre, edad y señas personales del peregrino como estatura, rasgos faciales y cicatrices, lo que permitía su control y sobre todo su seguridad, pues existía el riesgo de sustracción o sustitución de aquellos que cedían al deseo de ver mundo.
*Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad Monteávila