Felipe González Roa*
Hace ya un mes la Universidad Monteávila, obligada por las circunstancias impuestas por la propagación de la pandemia del Covid-19, no dicta clases en sus aulas. Obviamente, no es la única casa de estudios que, ante esta situación, se ha visto impedida de día a día recibir a los alumnos, a los profesores, a todos los trabajadores.
La Universidad Monteávila, naturalmente, no ha dejado que este terrible problema frene sus actividades. Los estudiantes, los docentes y las autoridades han proseguido con sus labores a distancia, utilizando las herramientas digitales disponibles. Ha sido un enorme esfuerzo, por supuesto, por la precariedad del servicio de internet que hay en este país, el cual en diversos registros ha sido señalado como el de mayor lentitud de conexión en toda Latinoamérica.
La tecnología sin duda es maravillosa. El mundo digital ha abierto muchísimas oportunidades en distintas áreas. Ha facilitado el intercambio de información entre las personas, ha ayudado a la difusión del conocimiento, ha brindado opciones para enriquecer el pensamiento.
Las plataformas para dictar clases on line son, en muchos sentidos, excelentes. De verdad han sido una importante ayuda en estos tiempos tan convulsos y con toda seguridad serán mejor aprovechadas en un futuro inmediato, cuando, superado este horroroso momento, puedan realmente integrarse a las estrategias didácticas trazadas por los profesores.
Pero por más alabanzas que se puedan hacer, por más vítores a sus ventajas, jamás las herramientas digitales podrán superar el contacto humano, mucho menos en la educación.
Sí, en una sesión a distancia puede haber intercambio de ideas, puede incluso hasta incentivarse el debate, pero no puede ser lo mismo que tener esas discusiones juntos en un mismo espacio, mirando directamente a los ojos, no solamente transmitiendo la fuerza de las palabras, sino realmente sintiéndolas.
Todos los años, en los primeros días de septiembre, o ya en las últimas semanas de julio, la Universidad Monteávila queda sumergida en silencio. Sus espacios solo son ocupados por algunos empleados, quienes se entregan a la planificación del nuevo período o hacen balance del recientemente culminado. El trabajo no cesa ni por un instante pero la pequeña casita no vibra de la misma manera: faltan los estudiantes.
Hoy muy, muy pocas personas lo pueden atestiguar, pero en estos momentos debe ser extraña la sensación al caminar por los pasillos y asomarse a algún salón. Todo mudo, sin ánimo ni espíritu. Recordatorio eterno de que la universidad no es un edificio.
Este coronavirus se vencerá. Cada día se está más cerca de su final. Las puertas de la Universidad Monteávila se volverán a abrir y recibirán, una vez más, a sus alumnos y a sus profesores, a las autoridades y a todos los trabajadores. En ese instante convendrá recordar lo mucho que se extrañó cada rincón y, tal vez, saber valorar cada segundo que transcurre dentro de ese lugar.
*Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila