La procesión del digesto

Emilio Spósito Contreras.-

Por el camino que sobre los Apeninos une a Pisa con Bolonia (aproximadamente 150 km.), una larga y solemne procesión de profesores y estudiantes, trasladaron la llamada littera Bononiense o Vulgata, copia del Digesto o Pandecta (533) –epí­tome de la jurisprudencia romana–, que reposaba en Pisa, que en 1406 se depositó en la célebre Biblioteca medicea aneja a la basí­lica de San Lorenzo de Florencia y que por tal razón se conoce tanto como littera Pisana como littera Florentina.

Lo que comenzó en Bolonia como el estudio del trí­vium: gramática latina, retórica y dialéctica, al servirse de obras jurí­dicas romanas, devino en el renacimiento del Derecho. Iniciado por el gramático Irnerio (1050-1125), quien “glosó” o comentó dichos textos, empezaron a producirse –escolástica mediante– las questiones y summae de verdaderos juristas, tales como Azo o Azón (1150-1230), Acurcio (1182-1259), autor de la Glossa Magna, o el prolí­fico Bártolo (1314-1357), considerado uno de los más influyentes juristas de la historia.

A diferencia de otros lugares, Italia recibió y conservó con éxito ejemplares de las Instituciones (533), el Digesto (533), el Código (534) y las Novelas (circa 555), enviadas la mayorí­a de ellas directamente desde Constantinopla, ví­a Ravena, por el emperador Justiniano (482-565). Asimismo, aunque resulta difí­cil determinar la influencia de antiguas Escuelas de Derecho como la de Berito (Beirut), se sabe de la proximidad temporal entre el surgimiento de la Universidad de Bolonia y la reforma de la Escuela de Derecho de Constantinopla, impulsada por Miguel Psellos (1018-1078) y decretada por el emperador Constantino IX Monómaco (1000-1055).

La obra de Justiniano, en cuya redacción participaron destacados juristas como Triboniano (500-542), Teófilo, Cratino, Doroteo e Isidoro, por un efecto similar al que producí­an los jeroglí­ficos egipcios, empezó a representar la justicia del emperador y, en algunos casos, al igual que textos religiosos como la Biblia o el Corán, llegó a presidir simbólicamente las salas de audiencia de los magistrados bizantinos.

La larga procesión del venerado Digesto se extendió por todos los caminos de Europa. La obra de los glosadores se tradujo al castellano bajo la forma de las Siete Partidas de Alfonso X, el Sabio (1221-1284), cruzó el Atlántico en la edición de 1491 hecha por Alonso Dí­az de Montalvo (1405-1499), para regir e inspirar nuevos mundos. A pesar de los peligros, el Derecho Romano fue rescatado del fuego de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) por juristas como el alemán Pablo Koschaker (1879-1951), o devuelto por fieles discí­pulos a sus maestros ultrajados, como el profesor italiano Eduardo Volterra (1904-1984), forzado a renunciar a la Universidad de Roma, la Sapienza, debido a su origen judí­o.

Las distintas partes de la obra de Justiniano, fueron reunidas por primera vez en 1583 bajo el nombre de Corpus Iuris Civilis –para distinguirla del Corpus Iuris Canonici–, por el jurista francés refugiado en Ginebra: Dionisio Godofredo (1549-1622), de quien este año se conmemoran cuatro siglos de su muerte, acaecida en Estrasburgo, un dí­a 7 de septiembre. Trágicamente, las tropas de Carlos Manuel, duque de Saboya (1562-1630), quemó la biblioteca del ilustre Godofredo en la toma de la ciudad calvinista de Gex (entre el 23 y el 30 de julio de 1590).

íšltimamente, el Digesto fue llevado a la República Popular China, traduciéndose al mandarí­n, entre otros especialistas, por Aldo Petrucci y Giuseppe Terraccina, para servir de base del noví­simo Código Civil. El profesor Sandro Schipani dejó constancia de la adquisición por parte de Zhou Qiang, actuando en su carácter de presidente de la Corte Suprema de Justicia, de un ejemplar facsimilar de la littera Florentina editado en 1988, para la biblioteca en Beijing de la referida institución.

No sin dificultades, el itinerario del Digesto que inició en Pisa, continúa sin pausa hasta nuestros dí­as, siempre con nuevos participantes: magistrados, juristas, abogados, funcionarios, profesores y estudiantes, portadores del libro, sobre cuyos hombros recae la  honrosa labor de continuar la ciencia que reinició Irnerio, esencialmente antigua, latina, universalista y orientada a la búsqueda del bien a través de la justicia, tan necesaria en nuestro tiempo.

*Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad Monteávila

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