A Hugo Chavarro Meneses le tocó dormir entre rollos de tela y vender calentadores, mientras recorría Venezuela, hoy tiene su orfebrería y el gusto por la enseñanza. Se niega a irse del país que le brindó la oportunidad de crecer.
Emily González.-
Solo el destino puso la orfebrería en su camino. La vida ajetreada de un inmigrante comenzó desde pequeño para Hugo Chavarro Meneses cuando sus hermanos lo sacan del campo a la capital de Colombia, Bogotá, donde el vivir de su título de bachillerato agrotécnico en las ciudades no servía, solo en un taller aprendería los primeros pasos para la orfebrería y años más tarde emprendería un viaje más grande.
Jamás se imaginó que llegaría hasta Venezuela y montaría su propia escuela de orfebrería y se quedaría para ver a sus nietos crecer. “A la orfebrería llegué por casualidad. Yo vendía oro en Colombia al mayor y al detal y conseguí una vez un joyero, que me robó debido a mi desconocimiento de las gemas y a raíz de eso yo decidí aprender”. Chavarro se ríe con la idea de que tal vez esas no eran las intenciones ideales para un emprendedor.
Antes de querer ganar experiencia en el mundo de las joyas, él vivía con su madre en el pueblo de Colombia, bromeaba de su piel tostada por el sol del campo mientras sus manos ásperas contaban su historia.
Del campo a la ciudad
“Me gradué con un bachillerato agrotécnico donde me enseñaban varias temas como la artes manuales, cultivo de animales y lo normal como la química, francés e inglés. Fue cuando mis hermanos decidieron llevarme a la capital para estudiar y mejorar mi estilo de vida, cosa que fue todo lo contrario”. Suelta la frase que aprendió a los 18: “Aprende de la vida y del mercado”.
Como toda capital era difícil conseguir un trabajo sin experiencia laboral porque había llegado para estudiar, así que el  primer trabajo que consiguió fue limpiar baños en una farmacia donde trabajaban 15 personas, luego -de repente- un lunes por la mañana pasó a ser mensajero, por ser “diligente y aparentemente sano”, palabras de su jefe en ese entonces, así escaló poco a poco entre los cargos.
 “Lo peor de esos años fueron mis comidas, desayunaba un pocito de chocolate pequeño y un pan de a peso que es prácticamente del tamaño de una parchita hasta la noche, claro que de pequeño no me daba cuenta que me estaba causando una desnutrición. Ahora no puedo comer mucho sin enfermarme del estómago”, comenta Hugo recordando que en el campo no pasaba hambre.
Dos años más tarde llegaría al apartamento en Bogotá que compartía con sus hermanos con una pequeña liquidación de 42,000 pesos, frustrado decidió comprase dos cadenas de oro, una para él y otra para vender, para visitar a su madre y amigos en el pueblo, la reacción de todos fue muy grata.
La ilusión
“Todos se ilusionaron con las cadenas y querían más, yo les propuse que si me compraban el pasaje hasta Bogotá volvería con más. Resultó ser el mejor trabajo, incluso llegué a vender hasta un kilo de oro”.
Gracias a las compras recurrentes de cadenas de oro consiguió un trabajo tallando esmeraldas, aunque el dinero aun no le daba para tener unas herramientas propias para la joyería, Hugo explica que “se trabaja con un palo, con pedazos de hierro con lo que le regalen a uno por ahí y a inventársela bien unas herramientas”.
En ese taller aparece su primer maestro orfebre.“Di mis primeros pasos de orfebrería comenzando a trabajar a eso de las seis de la tarde y salía a las ocho de la mañana porque el señor que me enseñaba le gustaba trabajar de noche, entonces para aprender me tocaba asistir en ese horario, era agotador y dormía muy poco”, agrega.
Todo parecía ir viento en popa pero una noche llegando después del trabajo lo arrinconaron en la entrada del edificio con una amenaza de secuestro y robo por las cadenas de oros. “No estaba seguro si eran unos simples ladrones o si era la guerrilla”. Esta amenaza y la economía de Colombia lo presionaron a inmigrar a Venezuela para el año 1984.
En Venezuela
 “Cuando vine a Venezuela amé lo carismático y encantadores que eran, no me molestó su idiosincrasia, incluso me parecía la mejor del mundo y heme aquí ya de viejo, aun sin querer irme”.
Aunque recuerde con cariño las personas de su juventud, esos primeros años como inmigrante indocumentado fueron de “armas tomar”, consiguió trabajos pero no donde poder dormir, por eso tras negociaciones con sus jefes conseguía dormir en los locales de los trabajos.
“Me tocaba dormir en medio del piso o en medio de rollos de telas cuando trabajé en una costurera porque era donde me daban la dormida y la oportunidad de estar, en algunos trabajos también me daban comida. Era en ese entonces muy difícil conseguir una habitación porque estaba indocumentado”, relata.
Esta experiencia en la costurera le ayudó a mantener ágil sus habilidades con las manos y conocer un sin fin de máquinas del rublo.
No volvería a saber de joyas o cadenas hasta mucho después. “Trabajé de vendedor de puerta y vendí los primeros saunas que llegaron al país y los primeros calentadores eléctricos pequeñitos que se exportaban de Miami, luego pasé a ser el gerente de ventas y además salíamos para las ferias de exhibición de San Cristóbal, las de Mérida y en Valencia que habían en ese entonces”.
De esta manera afinó sus conocimientos en las ventas y aunque no estaba ejerciendo directamente la joyería, Hugo comenta que “era feliz indocumentado”, maravillado de poder consolidar las cosas, pues estos conocimientos fueron muy útiles para cuando comenzara su propio taller.
“El inmigrar fue ir a un país donde se construía el sueño venezolano y para mí era: un colombiano construir un sueño en Venezuela”.
A pesar de ir bien en las ventas el sueño de volver a la orfebrería continuaba e iba en aumento.
Un sueño persistente
Tras pasar dos años en diversos trabajos, una mañana de camino al trabajo habla con un amigo taxista de su sueño y experiencias, quien le comenta que tiene un conocido dueño de un taller y que estaba interesado en conocerlo.
“Yo empiezo a trabajar como obrero en un taller de joyería y a los ocho meses ya estaba encargado con dos secretarias y unos cinco muchachos para manejar, tenía esa responsabilidad y esa formación que me gané con los años. Parecía como si el destino me estaba preparando para trabajar en ese taller”, dice.
Ahí aprendió a administrar una joyería y un taller, puesto que todo estaba integrado, se elaboraban las piezas desde el metal, se vendían, se hacían reparaciones, fundiciones y montaje de piedras, todo en un pequeño taller en el Centro de Caracas. “Ya ese taller no existe desde que Chávez expropió los edificios de la zona”.
De la mano de la enseñanza
Para esos años en Venezuela existía el Instituto Nacional de Capacitación y Educación Socialista (INCE) en el cual muchos se graduaban como técnico en orfebre y también una universidad en Carabobo que se licenciaban en orfebrería, aun si tenía el dinero para pagar esos estudios y afinar sus conocimientos seguía con el problema de la documentación. “Prácticamente era ilegal que siguiera en Venezuela”, agrega Hugo.
Varios de sus trabajadores venían de esos institutos, pero era insuficiente o muchas veces mal preparados. Al ver este tipo de calidad en la tienda donde trabajaba toma la decisión de instruir a sus compañeros en el manejo correcto de las herramientas y tipos de metales, sin darse cuenta que él también aprendía a ser un profesor.
Enseñando las técnicas de calado o de engastes que es la forma conocida de colocar una piedra preciosa o semipreciosa en una pieza de plata u oro, al enseñar comenzó a surgir la continuación de su sueño: ya había trabajado en el taller de orfebrería ahora se veía como el dueño de un negocio, no como un empleado.
“El deseo de mis hermanos de que yo generara un espíritu de superación había surgido finalmente”, expresa Hugo con humor.
Para el año 2001 con la idea de independizarse recibe una llamada de la escuela en Caracas Rio Grande, con agente autorizado de Way Mil Venezuela, ubicada en Chacao. Ahí impartió clases de orfebrería al igual que se vendía herramientas, comenzó a codearse con más maestros de este arte.
Por fin, su sueño
Doce años después de dar clases, emprendió su propia academia y taller en Chacaíto. Daba clases en la parte trasera del negocio donde tenía cinco estaciones de trabajo que las combinaba con la formación y la elaboración de encargos y al frente de la tienda tenía el mostrador con las piezas listas para vender.
“El local era en sí de estructura pequeña pero era suficiente para las ideas que armaba”, comenta con orgullo.
También compartía clases en otra academia llamada Matideas, la cual tenía un espacio en la televisión en el canal tv familia. Con el paso del tiempo dejó su puesto como profesor en ambas academias, se le dificultaba con el manejo de su taller, aunque algunas veces lo invitan a impartir ciertas clases.
Al mirar atrás Hugo ve el largo camino que ha recorrido, al principio en su pueblo hubiese trabajado en el campo cosechando café, limpiando matas de plátano o limpiando un potrero, y aunque algunas veces quiso volver a su hogar en Colombia  el trabajo duro, la perseverancia y la habilidad de sus manos le han abierto muchas puertas, volviéndolo reconocido en el mercado como una buena academia para el estudio de la orfebrería, motivando a las personas interesadas en este arte a realizar sus joyas personalizadas.
“¿Cumplir mis sueños en Venezuela? La verdad si y ahí me di cuenta de que de que yo no tenía sueños hasta que llegué aquí, porque nunca había soñado de estar en algún lado fuera del pueblo, es inevitable sentir que las cosas del destino me trajeron aquí”, afirma con una gran sonrisa.
*Emily González es estudiante de la Universidad Monteávila