Emilio Spósito Contreras-
Según el cambio de las estaciones y las fases lunares, el tiempo en Roma fue contabilizado en el calendario. Se atribuye a los primeros reyes: Rómulo y Numa Pompilio, la confección del calendario romano (Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación I, 19). Posteriormente, a partir del año 46 a.C., Julio Cesar (circa 100-44 a.C) introdujo cambios en el calendario que perduraron en Occidente hasta la última reforma del año 1582 y que rige hasta nuestros días, promulgada por el papa Gregorio XIII (1502-1585).
Correspondía a los pontífices anunciar las calendas –luna nueva–, las nonas –día medio en las semanas de nueve días– y los idus –primer día de la tercera semana– de cada mes. Ello, además de marcar las festividades religiosas, tenía importantes efectos civiles; así, por ejemplo, en las calendas debían pagarse las deudas. En el siglo IV a.C., Cneo Flavio publicó en el Foro el calendario (Livio IX, 46), popularizando el conocimiento de los días fastos (Livio IV, 3) y nefastos (Livio VI, 1): en la práctica, días hábiles o inhábiles para administrar justicia o realizar negocios jurídicos.
Las festividades romanas se distribuían en el calendario: en la segunda mitad de diciembre las Saturnales, a mediados de febrero la Lupercales y, entre finales de febrero y marzo, la Equirias. Después del emperador Constantino (272​-337), se distinguió entre festividades de origen pagano y de origen cristiano, todas ellas fijadas primero en el Código de Teodosio II (401-450) y Valentiniano III (419-455) 2, 8, 19 y 15, 5, 5; y después, en el Código de Justiniano (483-565) 3, 12, 6.
Según lo recoge Rafael González Fernández, en Las estructuras ideológicas del Código de Justiniano (Anejos de Antigí¼edad y Cristianismo IV. Universidad de Murcia. Murcia, 1997, 345 pp.), las fiestas paganas eran las Messivae feriae, entre julio y agosto; las Vindemiales feriae, entre septiembre y octubre; la Kalendae Ianuariae, el 1º de enero; el Natalitium urbium maximarum, Romae atque Constantinopolis, el 21 de abril y el 11 de mayo, respectivamente; así como el día del nacimiento y ascenso del emperador de turno.
Por su parte, las fiestas cristianas fijadas por el emperador Justiniano fueron el Dies paschae –septem qui praecedunt et septem qui sequuntur–, según el Primer Concilio de Nicea (325): el primer domingo después de la luna llena tras el equinoccio de primavera (CEC 1170); el Dominicum, Dies solis o domingo (CEC 1166, 2175-2176); y, finalmente, el Dies Epiphaniae (CEC 528), el 6 de enero, y el Dies natalis Domini (CEC 525-526) –dies etiam natalis atque epiphaniorum Christi–. El 25 de diciembre fue indicado el día de la natividad en las Crónicas de Sexto Julio Africano (circa 160-240). En Oriente, el 6 de enero se celebra la Navidad y en Occidente, la Epifanía, prestándose a confusiones sobre una y otra festividad.
En el pensamiento antiguo, reminiscencia de épocas todavía anteriores, las festividades religiosas no son simples fechas, sino la vivencia colectiva de la actualización del tiempo sagrado del que nos habla Mircea Eliade (1907-1986), en El mito del eterno retorno (traducción de Ricardo Anaya. Alianza Editorial. Madrid, 2011, 208 pp.). De manera, que las festividades cristianas fijadas por los romanos a lo largo de los annulos del tiempo, más que una rememoración, eran una actualización de la manifestación de Cristo en la Tierra, que debía vivirse intensamente.
Tanto ayer como hoy, somos muchos los que deseamos que el milagro de un dios anonadado: hecho hombre y además niño, sensibilice nuestros corazones y haga nacer la esperanza de un futuro mejor.
*Emilio Spósito Contreras es profesor de la Universidad Monteávila