Fernando Vizcaya Carrillo.-
No obstante, todas las razones que podamos ofrecer para proponer un sistema o una metodología, sigue existiendo un problema —que podríamos llamar gnoseológico— en la enseñanza, y que mientras no se defina con precisión no podremos acertar en las soluciones. Por ejemplo, los programas oficiales de los ministerios públicos de enseñanza en los países democráticos están llenos de contenidos sobre la democracia y de actividades que en principio deberían llevar a la práctica democrática. Sin embargo, es fácil evidenciar que simplemente por recibir estos contenidos no se produce un alumno democrático. Quizás no hemos llegado a pasar de las estructuras superficiales de transmisión y; por lo tanto, no nos adentramos en contenidos semánticos del proceso, no estamos acertando en la verdad para la enseñanza, por eso me atrevo a llamar a esto un problema gnoseológico.
La ciudadanía —esencia de la democracia— requiere un proceso de aprendizaje (que es independiente del de la enseñanza) y éste (el aprendizaje de la ciudadanía) subsiste mucho más en los hábitos, en las actitudes, que en los conocimientos. El término hábito lo podríamos definir como esas disposiciones estables, que generan acciones conscientes, y por lo tanto repetidas al considerarlas buenas para la naturaleza de la persona y para la comunidad en que se realizan. Es por ello interesante reflexionar sobre el hecho de que lo que constituye al ciudadano en su esencia social es la consideración del bien pero del bien común, es decir, al acuerdo social —consenso— sobre la finalidad de la acción cooperativa. “Por la naturaleza misma de las cosas, el hombre como parte de la sociedad, se ordena al bien común y a la obra común para la que se asocian los miembros de la sociedad, y renuncia, si es necesario a otras actividades por naturaleza mas nobles que las del cuerpo político, en aras de la comunidad” (Maritain,J.;1968:71).
El punto crítico se produce quizás cuando se plantea la necesidad de la permanencia del sistema democrático: los procesos de enseñanza para ese modo de vivir. Quizás sea redundante explicar que el típico modelo de enseñanza verdadera es el que se produce cuando el que enseña, hace lo que quiere transmitir, es decir, dice lo que hace.
De acuerdo con McIntyre una práctica es: cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intentan lograr los modelos de excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva, se extienden sistemáticamente (Naval, C;1995:113)
Este aspecto es de los más importantes de la teoría democrática como forma de vida. La permanencia en ella implica esos procesos a los cuales hemos estado tratando de aproximarnos. Quizás la dificultad más apremiante estriba en la mezcla o el paso entre las formas cognoscitivas de captación y los juicios valorativos sobre las conductas. Es decir, la relación entre el concepto y el valor o, que es lo mismo decir, la relación —vinculante—entre lo que se conoce y su valoración moral, su valor ético. Se conoce e inmediatamente se hace un juicio valorativo de lo conocido, y allí posiblemente existen las dificultades de producir una metodología suficientemente asertiva en relación a los valores éticos que se deben transmitir y plantea además el método de hacerlo como dificultad. Es inevitable en el comportamiento humano esa relación, pero requiere recta razón para hacer el juicio justo. “Todavía no hemos encontrado la fórmula para compaginar o, al menos, evitar tensiones entre ética y política, sin dañar irremediablemente a la una o a la otra, lo cual no significa que haya fracasado el planteamiento de la Ilustración, como piensa McIntyre (1981); es probable que nunca demos con tal fórmula justamente porque no existe, porque tales tensiones son inevitables e, incluso fuente de fecundidad para ambas” (Rubio Carracedo,J;1990:22)
*Fernando Vizcaya es profesor de la Universidad Monteávila