Una flor hecha de pura psicodelia

Francisco Blanco.-

Este es un hecho de la vida real.

Estábamos Lanyired, la Sra. Carmen, Julia y yo, parados sobre el patrón Cruz Diez que decora toda la planta baja del Centro Nacional de Acción Social por la Música. Esperábamos a dos personas que nos invitaron a una reunión de trabajo, o al menos eso pensaba yo… pensaba que iba a una reunión de trabajo y en cambio vi cómo se hizo la magia.

Llegaron los directores del centro y nos saludaron rápidamente, subimos un piso en un ascensor convencional y al abrirse las puertas tres mesas con instrumentos diseccionados estaban esperándonos como si fuesen unos dioramas de tiempos pasados. Una chica se presentó como la coordinadora nacional del programa de Luterí­a (Entiéndase por Lutier aquel que fabrica y/o repara instrumentos) y nos dijo que tení­an tres lí­neas de formación -según el tipo de instrumento-, nos mostraron las herramientas y algunos procesos. Yo tení­a la mandí­bula hasta el piso porque pensaba que iba a una reunión y en cambio estaba viendo cómo se hace el arte.

Nos hablaron de boquillas y cañas, de guitarras españolas hechas en Los Chorros y de cuatros hechos en China, de tipos de pegamento y de almohadillas para flauta hechas en Suiza y ensambladas en Caracas.

Los anfitriones nos llevaron a la parte contigua de las mesas donde estaba una orquesta sinfónica con aproximadamente 30 músicos con edades entre los 6 y los 8 años, tocaron tres canciones, todos afinados, todos viendo a la directora blandir elegantemente su batuta, todos leyendo sus partituras, todos espeluznantes, yo estaba erizado porque pensaba que iba a una reunión de trabajo y en cambio estaba en presencia de lo imposible.

Los anfitriones nos pasaron por un pasillo ancho que daba a una terraza de ensueño y en unas gradas de cuatro niveles una coral nos esperaba, se presentaron y comenzaron a cantar. La imagen misma parecí­a un catálogo de la ONU, una especie de muestra de todos los fenotipos adolescente que se le dan a los extraterrestres para que conozcan a la humanidad. Ahí­, cantando para nosotros a una sola voz, estaban muchachos que emanaban finura y altivez, otros que se veí­an sencillos, otros que parecí­an los que siempre sacan 20 en el salón, otros que parecí­an que no aguantaban dos pedidas para no ir a clases y quedarse todo el dí­a jugando cartas, otros que parecí­an a los chamos que piden plata en el semáforo y todos preferimos no ver. Yo me quedé atónito porque pensaba que iba a una reunión de trabajo y en cambio estaba sintiendo lo que siente la gente inteligente cuando ve una coral.

Los anfitriones nos hicieron entrar en una sala de conciertos, yo pensé en voz alta: “Julia es tu primera vez en un teatro” y la risa de los anfitriones sonó como si me dijeran “ignorante”. La sala simón Bolí­var de CNASM está construida alrededor de un órgano gigantesco, las butacas y la oscuridad solo nos permitieron ver cómo ensayaban los chicos de la sinfónica juvenil bajo la dirección de un maestro que vino de Holanda a ver si era verdad que en un paí­s con situaciones tan adversas los chamos tení­an tiempo para tocar música clásica.

Salimos de ahí­ y caminamos por un pasillo con iluminación tenue, paredes en obra limpia y piso de alfombra de caucho. Tomamos un ascensor industrial que nos llevó pisos más arriba,  y entramos en un pequeño salón con unas gradas de tres pisos donde una señora con un cuatro y un coro de 15 niños en edad prescolar nos cantaron tres canciones. Nos explicaron que es un programa de iniciación musical en las escuelas, el sistema de orquesta pone el profesor de música y la escuela solo tiene que organizar el horario para las clases de los muchachos.

Los anfitriones nos llevaron por las escaleras dos pisos más abajo y entramos a una sala mediana llena de gente, todos con instrumentos variados, el director, un joven con un afro y lentes de pasta blanca se presentó diciendo: “Buenas tardes somos la Caracas Big Band” y comenzó con el blandir de su batuta una explosión, cada instrumento lo daba todo en cada nota, no fue como escuchar música, fue como ver una pelí­cula hecha sonido, yo estaba flotando porque pensaba que iba a una reunión de trabajo y en cambio estaba viendo como el sonido tomaba cuerpo y se convertí­a en Jazz.

Los anfitriones nos sacaron obligados y nos llevaron más allá del laberinto de pasillos y entramos en una sala de ensayo súper amplia, nos sentamos frente a 100 músicos todos con arpas, cuatros, bandolas, bandolas segundas, mandolinas, guitarras y maracas, el director se presentó y al un-dos-tres un concierto de folklore retumbó por todos los pliegues del lugar, desde la paredes a nuestros corazones, nadie decí­a nada.

Nos explicaron que los directores de esa orquesta tení­an un trabajo difí­cil, ellos viajaban por nuestros pueblos recaudando información sobre nuestra música y la pasaban a partituras en formato orquestal, el reto que tienen, según nos contaron, es llegar a las raí­ces de nuestro folclore, lo que es difí­cil porque al parecer es un animal en peligro de extinción, yo me quedé conmovido porque pensaba que iba a una reunión de trabajo y en cambio estaba viendo como se resucitaba nuestra cultura.

Los anfitriones nos llevaron al sótano del edificio y entramos en el salón más grande en el que yo habí­a estado, era tan grande que tení­a dos tarimas con dos niveles cada una, dispuesta en forma de “L”. En una, unos chicos dicen: “Somos la orquesta de rock sinfónico Simón Bolí­var” y tocan tres canciones, era como estar en una ópera rock, fue ver el concierto de “YES” que mi época nunca tuvo, volví­ a ser esa versión pasada de mí­ mismo, por 10 minutos tuve otra vez 17 años, el cabello por los hombros y los audí­fonos puesto escuchando “Close to the Edge” por quinta vez.

Terminaron de tocar y nuestros aplausos dieron pie a que el maestro de la otra orquesta, marcara una clave con sus palmas y le dio ritmo a sus músicos. Una salsa al mejor estilo del caribe me quitó mi recuerdo de los 17 años y me llevó al “Cheetah club” en Manhattan viendo a la Fania tocar en 1972.

Yo ahí­ ya no era yo, era otra cosa, estaba en blanco, no sabí­a qué hora era, no tení­a ni idea de lo que estaba pasando, yo estaba en otro plano porque pensaba que iba a una reunión de trabajo y en cambio estaba sintiendo lo que experimenta un viajero del tiempo.

La muestra terminó ahí­, nos despedimos protocolarmente con la mirada de los que saben que vivieron algo irrepetible. Me monté en el carro y el seguridad del estacionamiento me agradeció porque su hija está becada en la UMA y está más que feliz.

Salí­ del edificio y pasé por la calle contigua, viendo el caos y la decadencia de la ciudad y de su gente, pero no me dio rabia ni dolor, sentí­ algo distinto, sentí­ esperanza, sentí­ ánimo, sentí­ la trascendencia, porque pensaba que iba a una reunión de trabajo y en cambio dejé de ser una piedra y me convertí­ en una flor hecha de pura psicodelia.

*Francisco J. Blanco es profesor de la Universidad Monteávila

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