Felipe González Roa.-
Solo cinco meses antes de su vil asesinato en Dallas, el presidente de Estados Unidos John F. Kennedy se paró en el balcón del edificio del Rathause Schí¶neberg y, ante miles de habitantes de Berlín occidental, pronunció un discurso que ha pasado a la posteridad: un mensaje que no solo clamaba por la libertad, sino que elevaba un llamado a la fraternidad universal.
26 de junio de 1963, en plena efervescencia de la Guerra Fría, Kennedy visitó Berlín para expresar su solidaridad con un pueblo que, después de sufrir la furia enfermiza del nazismo y la destrucción de la Segunda Guerra Mundial, enfrentaba el drama de tener que habitar un país dividido, una sociedad partida por la mitad en un enfrentamiento bipolar.
Pero Kennedy también quiso aprovechar la oportunidad para reconocer la valentía y la tenacidad de un pueblo que no se rendía a pesar de las adversidades, insuflarles ánimo y, sobre todo, subrayar las perversidades que se registraban al otro lado del muro, donde se pretendía imponer un sistema que desconocía la mínima dignidad de los seres humanos.
All free man, wherever they man live, are citizens of Berlin, and, therefore, as a free man, I take pride in the words ich bin ein Berliner.
 “Yo soy un berlinés”, aseveró Kennedy. No importa la tierra donde se nació, no importa lo que diga el sello en un pasaporte, la esencia de la humanidad comparte valores que trascienden límites y fronteras. Uno de ellos es la libertad y el deseo por ser felices, la lucha constante por mantener la esperanza y levantarse todos los días para seguir hacia adelante.
En 1963, según el presidente de Estados Unidos, estas características estaban especialmente marcadas en los berlineses, cualidades que, al ser compartidas con el resto del mundo libre, hacían de toda la humanidad un ciudadano más de Berlín.
https://youtu.be/S0aO1ycig8w
Casi seis décadas después Alemania existe como un solo país, una única nación, ejemplo de una sociedad que entendió que antes que levantar muros hay que derrumbarlos para garantizar la fraternidad entre los seres humanos.
Lamentablemente la miseria, material y espiritual, no es un añejo recuerdo ni un mal sueño. Ya no divide Berlín pero todavía hunde en la tristeza y en la desesperación a miles, millones, de personas alrededor del mundo.
Todavía hay pueblos que sufren. No tenemos que forzar la mirada para poder verlo. Está alrededor de cada uno de nosotros, dentro de nuestras casas, al lado de nuestras puertas… Son venezolanos, nuestro pueblo, los que hoy sufren.
No podemos estar conformes mientras sabemos que hay mujeres y hombres que se acuestan sin comer, que hay niños, con morrales de escuela, que piden dinero en las calles, que hay ancianos desesperados por no encontrar una medicina, que hay empresarios honestos que ven peligrar el esfuerzo de toda una vida, que hay trabajadores honrados que no pueden garantizar el sustento de su familia.
Es imposible pretender cerrar los ojos cuando cientos buscan agua en las contaminadas riveras de ríos, no se puede ser indiferente cuando la corrupción y la ineficiencia, el ánimo de perpetuarse en un poder soberbio e insolente, condena a millones a la lenta agonía.
Pero tampoco se puede desconocer que el pueblo venezolano, como todos aquellos que nacieron libres, no renunciará al deseo por ser felices y, al igual que se ha repetido muchas veces en la historia, mantendrá la esperanza para conquistar su libertad. Y ese día llegará.
Porque todos aquellos que se saben libres comprenden que, aunque estén sumergidos en un lúgubre panorama, siempre tendrán la fuerza para gritar
Ich bin Venezolaner…
Yo soy venezolano…
 *Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila