“En nuestra actualidad es perentorio promover un liderazgo virtuoso y bien formado”

Francisco Frebres-Cordero.-

Fotografí­a: Daniela Best.-

Clase magistral, en Maracaibo, en ocasión de la firma del convenio entre la Universidad Monteávila y el Instituto de Gerencia y Estrategias del Estado Zulia, 15 de febrero del 2019.

A simple vista pareciera un tema fácil de plantear y de exponer, ya que quizá bastarí­a con citar algunas máximas del saber común que están recogidas en buenas bibliografí­as que tratan sobre el liderazgo, y adaptarlas con más o menos acierto a la realidad venezolana. Pero si hacemos el trabajo de separar los tres conceptos que engloba el tema planteado, de inmediato nos daremos cuenta que nos enfrentamos a tres conceptos que están en crisis. La crisis del liderazgo en su sustentación antropológica y la consideración de sus fines. La crisis de la ética a partir de la comprensión del bien como propiedad del ente, como valor, como fin, y como reglas del buen actuar; sometiendo su aplicación a la subjetividad cognoscitiva del individuo. Y la crisis venezolana, que hoy todos sentimos, sufrimos y vivimos.

Tengo que serles franco. Hay dos temas que me cuestan tratarlos, y en general evito exponer sobre ellos: estos son la humildad y el liderazgo. Al hablar de la humildad, pudiera dar la impresión de que la exposición es la proyección personal de una virtud vivida, que impregna todos los ámbitos de la persona que discurre; y resulta que es todo lo contario ya que cuando se habla sobre la humildad, se corre el peligro de empapar la explicación de gestos y ejemplos personales, llenos de planteamientos autorreferenciales que le quitan fuerza al argumento. De forma parecida sucede con las clases sobre el liderazgo, porque quién es uno para llamarse lí­der y estar dando cátedra de las formas en cómo se construye, se logra y se vive ese supuesto liderazgo. Ciertamente hay unas actuaciones de vida y unos resultados concretos de la gestión del trabajo propio, que de algún modo otorgan autoridad para enseñar sobre liderazgo, y que muchas veces no son más que reflexiones sobre experiencias buenas o malas, vividas a lo largo de una historia de ejercicio laboral y profesional. Pero allí­ está la paradoja del asunto: por un lado, ser lí­der implica ser muy humilde, y ser humilde imprime algún rasgo de liderazgo social. Por otro lado, la máxima clásica dada por Teresa de Jesús de que la humildad está en la verdad, obliga a que en determinados momentos se tenga que asumir la carga de exponer asuntos que por condición u oficio corresponde, y el no hacerlo denota una gran irresponsabilidad. Y es así­ que por eso he aceptado compartir con ustedes estas reflexiones en forma de conferencia magistral.

Desarrollaré el tema en tres partes. En primer lugar, una breve definición de la ética y sus principios. Luego haré un breve acercamiento sobre el hombre y los retos que tiene ante los problemas del mundo contemporáneo. Y de último tocaré las cuatro virtudes cardinales, como hábitos buenos imprescindibles para ejercer cualquier tipo de liderazgo.

En su Ética a Nicómaco, Aristóteles dice que “…para que un hombre venga a ser justo, es necesario que practique la justicia, para que un hombre llegue a ser sobrio debe practicar la templanza. Estudiamos ética para ser mejores, sino es una actividad totalmente inútil”. Y en libro de la Sabidurí­a leemos los siguientes versos: “Supliqué y me fue dada la prudencia, invoqué y vino a mí­ el espí­ritu de sabidurí­a. La preferí­ a cetros y tronos y a su lado en nada tuve la riqueza. No la equiparé a la piedra más preciosa, porque todo el oro ante ella es un poco de arena y junto a ella la plata es como un barro. La quise más que a la salud y la belleza y la preferí­ a la misma luz, porque su resplandor no tiene ocaso. Con ella me vinieron todos los bienes juntos, tiene en sus manos riquezas incontables”.

En estos dos textos podemos identificar algunos elementos que nos permiten hacer un acercamiento conceptual hacia la ética. Ambos hablan de la justicia, de la templanza y de la prudencia como fuentes de la perfección y de la sabidurí­a. Y desde distintos puntos de vista enseñan que el portarse bien para ser mejores es el fin último de la ética.

José Ramón Ayllón dice que la ética es importante porque “somos seres inteligentes: no nos gobiernan el instinto y la sensibilidad. Porque somos libres y estamos obligados a escoger… Porque el hombre hace honor a su condición de sujeto sujetando sus actos, llevando las riendas de su conducta, conduciéndose. Porque estamos compuestos de inteligencia y libertad…Porque la ley de la selva solo es buena en la selva. Porque necesitamos vivir en sociedad. Porque es cuestión de vida o muerte. Porque queremos ser felices y el mal nos esclaviza.”[1]

De ahí­ que sean muchas las razones que justifican estudiar la ética. Enumeremos varias, para así­ darnos cuenta de la importancia del quehacer ético en el ejercicio del liderazgo.

La ética se justifica por la inquietud del hombre por mejorar sus condiciones de vida; por la búsqueda natural de la verdad y el bien; por el actuar personal y social del hombre que intenta ordenarlo necesariamente a la belleza; y porque es necesaria una conducta recta que modere las pasiones y logre establecer parámetros de perfeccionamientos personales y colectivos.

En general, a la ética se le define como la ciencia de la conducta. Algunos la ven como la conducta esperada de los hombres libre y racionales; como el establecimiento de unas normas para lograr un estado de derecho donde se manifiesten los ciudadanos libres. Hay autores que la han definido como la ciencia del fin al que debe dirigirse la conducta de los hombres y de los medios para lograr el fin, derivados de los significados conocidos, colocándola como parte de la metafí­sica, ya que su objeto trasciende lo fí­sico y se dirige a lo intelectual y lo espiritual. También la han considerado como la ciencia que estudia el impulso que produce la conducta humana vital, e intenta dirigirla rectamente.

Me gusta la opinión de Fernando Vizcaya que considera a la ética como el conjunto de las soluciones racionales que se le han ocurrido a la humanidad, para resolver los problemas que afecten a la felicidad y a la dignidad de la convivencia, y resolver los conflictos que pueden surgir entre personas, religiones, culturas y naciones diferentes. Y la que hace José Ramón Ayllón al verla como “el arte de construir nuestra propia vida [y como] el más útil de los conocimientos humanos…ya que nos permite vivir… a salvo de la selva y el caos”.

Vemos pues que son muchos los aspectos que estudia la ética, estos son: la persona humana; el conocimiento; la verdad; el bien; la libertad; los principios del buen obrar; la sociedad en cuanto formada por hombres; la conciencia y las reglas morales.

Vistas así­ las cosas, no es difí­cil de entender que el centro de la ética y del ejercicio del liderazgo es el hombre y su perfeccionamiento vital, y no las reglas de conducta en cuanto tal. Se corre el peligro de reducir la ética al enunciado de una serie de normas (que las debe haber, por cierto) que nos dicen lo qué podemos y lo qué no podemos hacer; o a una serie de principios abstracto muchas veces ininteligibles para el ciudadano de a pie. Desde una perspectiva amplia, la ética debe integrar en su objeto de estudio al hombre y su esfuerzo por hacerse mejor persona; a las normas de conducta como cauces necesarios para alcanzar la perfección; a los principios que iluminan el actuar ético racional; y a la sociedad en cuanto espacio donde se resuelve el hacer ético de cada una de las personas libres. Insistiendo, con el riesgo de hacerme repetitivo, de que el centro de todos estos aspectos es el hombre mismo.

Por tanto, pasemos a la segunda parte de estas reflexiones, es decir, consideraremos ahora el aspecto antropológico del objeto de la ética.

Hagámonos la pregunta básica ¿Quién es el hombre? Esta pregunta no es superflua, ya que el juicio que hagamos del obrar ético de las personas en concreto, dependerá de la visión que se tenga del él.

La verdad sobre el hombre es el fundamento y la raí­z de la vida social. La dignidad de la persona, la cabal comprensión de los derechos humanos, la concepción del trabajo como medio para alcanzar la perfección y la plenitud humana, la libertad y el sentido vocacional y trascendente de la persona son los aspectos claves en las que se orientan y dirigen los contenidos de los tratados de ética social.

Dice un documento de la Iglesia Católica, que “la persona no debe ser considerada únicamente como individualidad absoluta, edificada por sí­ misma y sobre sí­ misma, como si sus caracterí­sticas propias no dependieran más que de sí­ misma. Tampoco debe ser considerada como mera célula de un organismo dispuesto a reconocerle, a lo sumo, un papel funcional dentro de un sistema. [… por el contrario …] los hombres «no se … muestran desligados entre sí­, como granos de arena, sino más bien unidos entre sí­ en un conjunto orgánicamente ordenado, con relaciones variadas según la diversidad de los tiempos» y … no puede ser comprendido como «un simple elemento y una molécula del organismo social”.[2]

Entiendo al hombre como un ser complejo cuya condición antropológica está determinada por la unidad sustancial de cuerpo y espí­ritu. Como dice Leonardo Polo, como un espí­ritu encarnado en el tiempo, de naturaleza dialógica; un diálogo de triple dirección ya que el hombre dialoga consigo mismo, con la creación y con el mismo Dios Creador.

El filósofo español Joaquí­n Ferrer señala siete dimensiones que, a su juicio, definen al hombre. Para él, el hombre es Homo Religatus, por su carácter de ser un ente creado de naturaleza racional y volitiva. Homo sociales, por su esencial caracterí­stica de apertura y relación hacia los otros. Homo sapiens, por su apertura al orden trascendental. Homo viator, por su libre autorrealización ética en su ordenación final al estado de plenitud. Homo faber et económicus, por sus relaciones de dominio con la naturaleza, que lleva consigo el correlativo perfeccionamiento a través de la ciencia y la técnica. Homo historicus, por su libre autorrealización en sociedad, desde el tiempo. Y Homo ludicus, que, en virtud de su condición temporal, necesita de espacios festivos y de descanso para una intensa contemplación de la belleza (el arte, la poesí­a y la contemplación mí­stica).

Pueda parecer innecesaria esta explicación que hago en este momento; mas no es así­. Una tarea pendiente y necesaria que como formadores tenemos, es entender, para luego enseñar, la naturaleza del hombre desde todas sus dimensiones. Muchos acercamientos antropológicos toman la parte por el todo y acentúan o desatienden una u otra dimensión, desconociendo o desnaturalizando la esencia del ser humano. Estas explicaciones ideológicas violentan el entendimiento de lo que es el hombre y no pocas veces se traducen en proyectos polí­ticos que pisotean de forma brutal su misma dignidad; trayendo, entre otras cosas, el relativismo ético, la negación de la ley natural, el aborto, la eutanasia, la ideologí­a de género, la absolutización de la ecologí­a y el desconocimiento del otro. Asuntos estos, que muchas veces se quieren e intentan imponer como modelos de vida y patrones culturales que definan los valores de la sociedad o el estado. Basta recordar, por ejemplo, al marxismo, que piensa al hombre solo desde la dimensión del quehacer y lo económico, sometiéndolo y reduciéndolo a los engranajes de la producción; o las posturas de Nietzsche que colocó el acento en la voluntad y pensó en el superhombre, figura que degenerarí­a en la ideologí­a justificadora del genocidio del pueblo judí­o en la Segunda Guerra Mundial.

Desde el punto de vista ético, el hombre es pues, un ser dotado de inteligencia, con posibilidad de elegir sus fines y de escoger sus medios, para lograr sus proyectos personales en una sociedad determinada; con capacidad de trascendencia, es decir de cultivar su intelecto y su espí­ritu; con derechos y con deberes.

Creo que conocer la naturaleza del ser humano nos blinda de las envestidas nihilistas y materialistas de la postmodernidad.

Si intentamos hacer una fenomenologí­a de las representaciones del imaginario cultural de la antropologí­a contemporánea, que inciden en la concepción que se tiene sobre los principios éticos, vemos que, como enseñan los catedráticos de la Pontificia Universidad de la Santa Cruz Ernst Buckhart y Javier López, desde la ilustración se ha abierto un proceso de secularización que introdujo en el concepto de libertad la concepción de una libertad plenamente autónoma, dirigida a la propia satisfacción, sostenida por cuatro pilares justificadores, que son: 1) un antropocentrismo cerrado a la transcendencia; 2) la creencia de que la razón está desvinculada de la fe; 3) la seguridad de que la voluntad personal está emancipada de todo ví­nculo y responsabilidad; y 4) la convicción de que la conciencia es responsable sólo ante sí­ misma y nunca ante los demás. [3]

Estas representaciones culturales se ven objetivadas y plasmadas en el mundo moderno, en lo que el filósofo coreano Byung-Chung Han, ha descrito como aquella sociedad sometida al ideal de lo que él denomina rendimiento; sociedad caracterizada por la pérdida del optimismo, la depresión, el cansancio, el aburrimiento y la falta de contemplación. Vale la pena detenernos a leer un pasaje de este autor:

“El sujeto de rendimiento está libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar o incluso lo explote. Es dueño y soberano de sí­ mismo. De esta manera, no está sometido a nadie, mejor dicho, solo a sí­ mismo. En este sentido, se diferencia del sujeto de obediencia. La supresión de un dominio externo no conduce hacia la libertad; más bien hace que libertad y coacción coincidan. Así­, el sujeto de rendimiento se abandona a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento. El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado. Ví­ctima y verdugo ya no pueden diferenciarse. Esta autorreferencialidad genera una libertad paradójica, que, a causa de las estructuras de obligación inmanentes a ella, se convierte en violencia. Las enfermedades psí­quicas de la sociedad de rendimiento constituyen precisamente las manifestaciones patológicas de esta libertad paradójica.”

Estas sociedades del rendimiento y del cansancio, además confrontan algunos imaginarios polí­ticos que colocan en tela de juicio las narrativas teóricas que sostienen el concepto de lo que deben ser las democracias y el trabajo ético a favor del bien común. Imaginarios y realizaciones históricas que se convierten en retos del quehacer democrático actual. Debido a la naturaleza y extensión propia de esta ponencia, me limitaré a exponerlas y proponerlas como lí­neas de investigación y desarrollo. En primer lugar, la trasformación del espacio público, en los llamados espacios globales, digitales o ideológicos, o como los llama John Keane, los escenarios transfronterizos. Segundo, la trasmutación de la historia como relato justificador de los valores democráticos, por las percepciones vitales y los contenidos de la memoria y del olvido como elementos de cohesión, perdón o redención social. Tercero, el individualismo antropológico vivido a través de la subjetividad de los sentimientos o de la actitud de la existencia lúdica como guí­as rectoras del discurso polí­tico. Cuarto, la revolución tecnológica y de los medios de comunicación digital que inmediatizan el quehacer polí­tico y dificultan una lectura de la realidad con visión de conjunto, creando además mecanismos extraparlamentarios examinadores del poder (John Keane). Quinto, la corrupción. Sexto, la conciencia ecológica en cuanto que absolutiza el medio ambiente otorgándole carácter de sujeto de derecho. Séptimo, el proceso de secularización que quita la trascendencia del horizonte social y necesariamente impulsa a buscar sucedáneos que logren llenar su ausencia, en realidades como la raza, la lucha de clases, la nación, el sexo, el poder, la producción o el dinero. Y por último la crisis del Estado-Nación, como espacio propicio para la realización histórica de la democracia.

Como se ve, el reto que se nos presenta para el entendimiento de la ética y su aplicación concreta en el ejercicio de algún liderazgo es de rangos mayores. Desde el saber ético hay que estar abiertos a entender los cambios de las dinámicas históricas, sabiendo ofrecer soluciones prospectivas que sepan conciliar las propuestas clásicas del pensamiento, con los contenidos de las ideas contemporáneas. Y en este sentido, hay que insistir en la necesidad de la profundización del saber antropológico como base para la comprensión ética del ejercicio de un liderazgo efectivo. Entender a la persona a partir de su dignidad originaria, su unidad constitutiva; su apertura a la trascendencia; y su libertad. Reconociendo la igualdad ontológica de los hombres y las mujeres, y la sociabilidad como fundamento del bien común.

Estos aspectos dan una comprensión global del ser humano, y son como el sustrato imprescindible que alimenta una buena aplicación de los principios y los valores éticos. Y desde estos principios saber que un lí­der deber trabajar para favorecer la unidad; promover un sentido de trascendencia de las personas y los proyectos que lidera; y fomentar el ejercicio de la verdadera libertad. En definitiva, el lí­der debe trabajar por el bien común del entorno en donde se desarrolla.

***

Es hora de ir aterrizando a lo concreto y colocar estas ideas dentro del gran tema del liderazgo. Aquí­ me detendré brevemente en dos aspectos: 1) en las virtudes que tienen que tener un lí­der; y 2) en la ética del trabajo que tiene vivir e impulsar cualquier tipo de liderazgo que se pretenda ejercer.

Para Alexander Havard, el liderazgo virtuoso se fundamenta en el carácter; y éste se verá perfeccionado a través del ejercicio de las virtudes. Las virtudes son hábitos operativos buenos que se fijan en la persona y la predisponen a obrar el bien. “La virtud es una fuerza dinámica, que significa fuerza o poder. Cada virtud, cuando se practica, habitualmente, mejora progresivamente nuestra capacidad de actuar”[4]

Es significativo que el Catecismo de la Iglesia Católica, cuando hace la exposición de los preceptos que buscan guiar al hombre en su camino de perfección su acción en el mejoramiento social, coloque a las virtudes humanas como base para alcanzarla. Y así­, define a la virtud como “la disposición habitual y firme a hacer el bien. Permite a la persona no sólo realizar actos buenos, sino dar lo mejor de sí­ mismo. Con todas sus fuerzas sensibles y espirituales, la persona virtuosa [el lí­der] tiende hacia el bien, lo busca y lo elige a través de acciones concretas” (CIC, 1803).

Aquí­ está la primera relación que encuentro entre la ética y el ejercicio de un liderazgo virtuoso. El lí­der tiene que vivir la virtud y tiene que poner empeño en alcanzarla, procurando en primer lugar vivir éticamente –vivir virtuosamente- y luego arrastrar a los otros hacia el bien. Esta vida virtuosa debe ser vivida siempre en libertad, para poder así­ dejar a los demás vivir y actuar en libertad.

Es necesario pues que el lí­der se proponga adquirir las virtudes humanas, es decir, aquellas “actitudes firmes, disposiciones estables, perfecciones habituales del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guí­an nuestra conducta según la razón y la fe. [Virtudes que] proporcionan facilidad, dominio y gozo para llevar una vida moralmente buena. El hombre virtuoso es el que practica libremente el bien” (CIC, 1804).

Entre las virtudes humanas, destacan por así­ decir, las cuatro virtudes cardinales: la prudencia, la templanza, la fortaleza y la justicia.

“Prudencia es la virtud de la inteligencia cuando tiene que decidir, o, dicho de otra manera, el hábito de decidir bien; esa capacidad de discernir en una situación complicada y de llegar a un juicio sereno y equilibrado, que muchos llaman tener criterio” (Hugo Bravo). El lí­der debe ser sereno y equilibrado en sus juicios; debe tener criterio.

“La templanza consiste en aprender a controlar los impulsos que nos llevan a darnos satisfacciones. Aprender a ponerles medida, a darles su momento y a ponerlos en su sitio. Hay que estimular el gusto por las grandes cosas para no quedarse sólo en las más viscerales” (Hugo Bravo). El lí­der debe ser templado.

La justicia es la virtud que consiste en la constante y firme voluntad de dar a cada uno lo debido… y dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armoní­a que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. (cfr. CIC, 1807). El lí­der debe promover la armoní­a de su entorno.

La fortaleza asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Hace capaz vencer el temor y de hacer frente a las pruebas. (cfr. CIC, 1808). El lí­der debe ejercitarse en la fortaleza.

Como vemos pues, el lí­der tiene que ser prudente para decidir bien, justo para distribuir el bien, templado para vivir el bien y fuerte para lograr el bien. Estas son virtudes para la libertad, virtudes para lograr una vida lograda, para la perfección personal y social. “Recordemos que el que no es templado, será llevado por sus deseos y no podrá hacer otra cosa que atenderlos, con lo cual no podrá ser plenamente libre, llegando inclusive a ser esclavo de los mismos. El que no es fuerte, le derribarán por un lado la pereza o la timidez, y el desánimo ante las dificultades. El que no es prudente, no será capaz de discernir lo que conviene en cada caso y, así­, darle un norte a la propia vida y desarrollar una actividad coherente. Y el que no ama la justicia, no podrá orientar su conducta por lo que es mejor, llegando al extremo retorcerse sobre su propio egoí­smo. Las virtudes cardinales protegen la verdadera libertad y le dan fuerza, aunque no bastan. La vida humana se ilumina cuando tiene ideales que la dirigen. Y se hace eficaz con el trabajo continuado y responsable” (Hugo Bravo).

El lí­der tiene que trabajar y motivar a la gente a trabajar. Un trabajo que perfeccione la realidad creada y conduzca a los hombres a su plena realización en el bien, en la verdad y en la belleza.

San Josemarí­a, fundador del Opus Dei, e inspirador de la Universidad Monteávila escribió que “El trabajo, todo trabajo, es testimonio de la dignidad del hombre, de su dominio sobre la creación. Es ocasión de desarrollo de la propia personalidad. Es ví­nculo de unión con los demás seres, fuente de recursos para sostener a la propia familia; medio de contribuir a la mejora de la sociedad, en la que se vive, y al progreso de toda la Humanidad. Para un cristiano, esas perspectivas se alargan y se amplí­an. Porque el trabajo aparece como participación en la obra creadora de Dios, que, al crear al hombre, lo bendijo diciéndole: Procread y multiplicaos y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en todo animal que se mueve sobre la tierra. Porque, además, al haber sido asumido por Cristo, el trabajo se nos presenta como realidad redimida y redentora: no sólo es el ámbito en el que el hombre vive, sino medio y camino de santidad, realidad santificable y santificadora.” (Josemarí­a Escrivá, Es Cristo que pasa, 47)

La promoción de un liderazgo virtuoso exige resolver la necesidad de impulsar una ética del trabajo que coadyuve a motivar a trabajar. Un lí­der tiene que trabajar y hacer trabajar. Si no hay trabajo serio, en extensión y calidad, no puede ni podrá haber ningún proyecto realizable.

***

La República vive momentos aciagos. Los venezolanos estamos buscando los mejores modos de cortar la soga de la tiraní­a que nos ahorca como nación. No hay dí­a en donde no veamos que las libertades individuales, el emprendimiento joven, la rigurosidad del trabajo, la esperanza por un mejor paí­s, y las oportunidades para logra un crecimiento económico, no se vean cercenadas y pisoteadas por la maldad de un grupúsculo que ha secuestrado a las instituciones democráticas del paí­s. Es perentorio promover un liderazgo virtuoso y bien formado de hombres y mujeres que desde los diferentes frentes asuman el reto de la transformación social, polí­tica, cultural y económica de Venezuela. No nos volvamos en engañar con liderazgos mesiánicos, individuales y egoí­stas que solo buscan el bien particular. Promovamos hombres y mujeres que desde la verdad y el bien favorezcan el crecimiento armonioso de la nación. Y en este sentido la ética será “la construcción de un estado de derecho que favorezca la libertad (Daniel Vernagy)”.

*Francisco Febres-Cordero es el Rector de la Universidad Monteávila

*Daniela Best es estudiante de la Universidad Monteávila

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Pluma