Volver a pensar la Democracia VII

Fernando Vizcaya Carrillo.-

En esta etapa se percibe la necesidad -propia de la naturaleza del hombre-, de la participación de otra persona para lograr fines intencionales, proyectos. Esto requiere la acción social y, por lo tanto, (aunque no espontáneamente) cooperativa. Hay que tener en cuenta que esta etapa requiere de un hábito especí­fico que es la tolerancia, la cual en un estadio más avanzado la podrí­amos llamar solidaridad. Si en este momento se genera, producto de una enseñanza bien dirigida, un cultivo de valores personales y sociales, la esencia del juego democrático —entendido éste como la aceptación de reglas que hacen más humana la cooperación— se va produciendo la transmisión, que luego es “asegurada” por la normativa correspondiente al entorno contextual. ”Piaget llega a la conclusión de que el sentido de la justicia, a pesar de poder ser reforzado naturalmente por las normas y el ejemplo de los adultos, es en gran parte independiente de estas influencias y no requiere para desarrollarse más que la cooperación y la solidaridad entre los niños” (Rubio Carracedo, J.;1996:25)

No obstante, todas las razones que podamos ofrecer para proponer un sistema o una metodologí­a, sigue existiendo un problema —que podrí­amos llamar gnoseológico— en la enseñanza, y que mientras no se defina con precisión, no podremos acertar en las soluciones. Por ejemplo, los programas oficiales de los ministerios públicos de enseñanza en los paí­ses democráticos están llenos de contenidos sobre la democracia y de actividades que, en principio, deberí­an llevar a la práctica democrática. Sin embargo, es fácil evidenciar que simplemente por recibir estos contenidos no se produce un alumno democrático. Quizás no hemos llegado a pasar de las estructuras superficiales de transmisión y, por lo tanto, no nos adentramos en contenidos semánticos del proceso, no estamos acertando en la verdad para la enseñanza, por eso me atrevo a llamar a esto un problema gnoseológico.

La ciudadaní­a —esencia de la democracia— requiere un proceso de aprendizaje (que es independiente del de la enseñanza) y éste (el aprendizaje de la ciudadaní­a) subsiste mucho más en los hábitos, en las disposiciones y actitudes, que en los conocimientos. El término hábito lo podrí­amos definir como esas disposiciones estables, que generan acciones conscientes, y por lo tanto repetidas al considerarlas buenas para la naturaleza de la persona y para la comunidad en que se realizan. Es por ello interesante reflexionar sobre el hecho de que lo que constituye al ciudadano en su esencia social es la consideración del bien pero del bien común, es decir, al acuerdo social —consenso— sobre la finalidad de la acción cooperativa. “Por la naturaleza misma de las cosas, el hombre como parte de la sociedad, se ordena al bien común y a la obra común para la que se asocian los miembros de la sociedad, y renuncia, si es necesario a otras actividades por naturaleza mas nobles que las del cuerpo polí­tico, en aras de la comunidad” (Maritain,J.;1968:71).

El punto crí­tico se produce quizás cuando se plantea la necesidad de la permanencia del sistema democrático: los procesos de enseñanza para ese modo de vivir. Quizás sea redundante explicar que el tí­pico modelo de enseñanza verdadera es el que se produce cuando el que enseña, hace lo que quiere transmitir, es decir, dice lo que hace.

De acuerdo con McIntyre una práctica es: cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intentan lograr los modelos de excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva, se extienden sistemáticamente (Naval, C;1995:113)

*Fernando Vizcaya Carillo es Decano de la Facultad de Educación de la Universidad Monteávila

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