Carlos Balladares Castillo.-
Nadie puede negar los beneficios del caminar y nuestras ciudades deberían estar diseñadas para permitir este sano ejercicio, tales como privilegiar que las personas trabajen y estudien cerca de sus casas, al igual que la construcción de aceras y proporcionar la seguridad en las calles. De igual forma deberíamos desarrollar un excelente transporte público que nos anime a tomarlo e ir abandonando poco a poco el uso del carro particular. Todo eso está muy bien, pero si se deben recorrer grandes distancias es muy duro el caminarlas y el hacerlo nos impediría cumplir con nuestro trabajo al llegar tarde o agotarnos de cansancio. Si a ello sumamos el tener que sortear la suciedad de la basura que no es recogida por el Estado, y estar en peligro de ser asaltado o atropellado, el caminar se convierte en un infierno. Esto último es lo que viven los caraqueños desde hace más de un año desde que el modelo económico del chavismo ha generado la mayor hiperinflación de la historia de nuestro país, de Iberoamérica y del presente; haciendo desaparecer la mayor parte del transporte público y obligando a las mayorías a tener que caminar (dependiendo de donde vivan) muchos kilómetros diarios.
Ésta ha sido la experiencia que me ha tocado vivir desde hace varias semanas. Al ser docente trabajo en tres universidades, una en el centro y las otras dos en los extremos de la ciudad de Caracas, por lo que debo recorrer grandes distancias. Vivo a 14 cuadras del Metro y ahora no pasa el transporte de modo que debo caminarlas, después rogar porque el tren pase a tiempo, y meterme muchas veces en vagones sin aire acondicionado y a reventar de personas; y seguidamente echarme otras cuantas cuadras. Ni hablar si debes llevar a los niños al colegio en caso que el mismo no quede cerca de alguna estación del Metro o de la casa, otra caminata que se suma. Hay días que me he caminado más de 40 cuadras ¡y doy gracias a Dios que no me han agarrado las últimas lluvias porque el drenaje en la ciudad es un desastre! Lo peor es que al anhelar llegar a casa para leer, escribir, compartir con la familia, esto se me hace imposible y termino durmiéndome temprano. El agotamiento es inmenso. Y lo más increíble es que el que vive en Caracas es un privilegiado aunque trabaje en la otra punta de la ciudad, porque lo que padecen todos los que viven en nuestras ciudades satélites se multiplica por tres, al tener que tomar las famosas perreras (camiones para transportar cosas no gente), pagar precios que al final resultan otro sueldo, y con la permanente angustia de la inseguridad vial y personal, y el “no llegar nunca”.
Al menos en medio de la rabia que genera esta pérdida de tiempo, que muchas veces no representa una mejora en la salud por problemas en la columna (en mi caso), no camino solo sino con ríos de compatriotas. Me topo con gente que me cuenta sus historias de vida, y que casi siempre son ejemplos de sacrificios o heroicidad ante la mar de dificultades y sufrimientos que deben ser superados para sobrevivir. A los que amamos el arte y los libros, ver a otros que se dedican a leer clásicos en los vagones o – como me pasó una vez -Â admirar a una persona que practicaba ballet en medio de un andén caluroso, siempre es motivo de esperanzas. Nos demuestra que hay luz en medio de tanta oscuridad, y por ello siempre renovamos la fe en que saldremos del mal que hoy nos oprime.
Por todo esto “me quito el sombrero” ante todos los venezolanos que deben padecer las precariedades o ausencias del transporte público en tiempos maduristas. Y todo esto cargando cosas (comida para sus casas, etc.) y cuidando a sus hijos que van con ellos. ¿Los venezolanos son flojos? ¡No me frieguen! (por no decir una expresión nacional más acorde). Quizás seamos desordenados y éste inmenso esfuerzo no se hace productivo en lo económico, pero de flojos nada. Y quiero decirles a todos mis compatriotas que caminan a mi lado, que pronto llegaremos a nuestro destino en el cual caminaremos solo si nos da la real gana, y no porque no los impongan los modelos criminales y anacrónicos. ¡No perdamos la esperanza jamás!
*Carlos Balladares es profesor de la Universidad MonteávilaÂ