Hugo Bravo.-
La primera, y se podría decir principal, de las cuatro virtudes cardinales es la prudencia; cuyo nombre, con frecuencia es asociado como sinónimo de cautela, de tener cuidado (por ejemplo, al emprender cualquier operación arriesgada), lo que empobrece bastante la palabra; debido a que, en el sentido clásico, prudencia es mucho más amplio.
Prudencia es la virtud de la inteligencia cuando tiene que decidir, o, dicho de otra manera, el hábito de decidir bien; esa capacidad de discernir en una situación complicada y de llegar a un juicio sereno y equilibrado, que muchos llaman tener criterio. En este sentido, es importante destacar que no debemos confundir prudencia con astucia, que es algo así como la prudencia para el mal: el cómo sacarle al otro todo lo que se pueda; ya que la prudencia quiere servir al bien, por lo que requiere de sencillez y pureza de intenciones.
Todos conocemos personas que son especialmente maduras, que ven las cosas con más claridad, que perciben mejor lo que puede pasar, que saben valorar las circunstancias, que dan consejos oportunos y sabios. Eso es la prudencia: la sabiduría práctica sobre lo que conviene hacer, cómo enfocar las cosas, cómo resolverlas, qué pasos dar y en qué orden.
En algún momento de nuestras vidas, todos tenemos que tomar decisiones importantes. Y hay personas que están tomando decisiones importantes todos los días, en cargos de gobierno, en las empresas, etc. Necesitan decidir bien, tienen que ser prudentes, en el sentido de saber enfocar y resolver adecuadamente las cuestiones planteadas.
En este arte de decidir, como en todos, hay algo espontáneo. Hay personas que tienen más facilidad natural, porque son más serenas, porque tienen una mayor intuición, porque entienden mejor a las personas o porque dominan mejor el nerviosismo y la preocupación; o también, porque tienen mucha experiencia de vida.
No obstante, en el arte de decidir hay algo que se puede aprender. Es decir, hay aspectos de nuestra manera de decidir que podemos corregir o mejorar. Por ejemplo, procurar estar serenos, informarnos mejor, pedir consejo y no dejarnos dominar por el nerviosismo. En resumidas cuentas, mejorar en la prudencia es posible, porque se trata de pensar lo que se va a hacer.
Las cuatro fases de la decisión
Para decidir bien, hay que cuidar cada una de las fases del proceso de decisión. Son las mismas fases que se dan en los procesos judiciales. Porque los juicios, en el fondo, son decisiones sobre un caso. Incluso las cuatro fases clásicas de la decisión tienen nombres semejantes a los cuatro momentos de un proceso judicial: Instruir la causa, que es obtener la información sobre el caso. Deliberar, que es pensar y valorar los datos. Decidir, que es como sentenciar. Y ejecutar, que es ejecutar lo decidido.
Por lo tanto, debemos tener presente que se gana en prudencia, cuando se hacen mejor los cuatro pasos. Observando el proceso, podemos concluir que, si ponemos atención e interés se puede mejorar; que es justamente en lo que consiste la virtud: en los hábitos que se adquieren poniendo más interés, practicando.
El primer paso es la información. Cuando hay que juzgar un asunto, hay que informarse antes sobre cómo son exactamente las cosas, reunir toda la información importante, pero también, de seleccionarla. Si no, demasiada información puede confundir el pensamiento. En segundo lugar, sobre todo cuando se trata de asuntos difíciles o delicados, conviene pedir consejo, así se cuenta con otra perspectiva y más conocimientos. Todo esto forma parte de la fase preparatoria.
Después, viene el momento central: juzgar la información para preparar una decisión. Ponderar y sopesar las posibilidades para llegar a la mejor solución. Recurrir a la experiencia y pensar en lo que ha pasado otras veces y en lo que puede pasar ahora; valorar cómo hacerlo y cuándo. Y una vez que se ha pensado bien todo esto, se decide.
Tomar decisiones a veces es duro, difícil, y puede dar miedo equivocarse. Por lo que a veces es prudencia esperar a que las cosas maduren; que no es lo mismo a retrasar las decisiones sin motivo por miedo o por pereza, lo que no se podría catalogar de prudencia; ya que muchas cuestiones degeneran, se complican, o corrompen por dejar pasar el tiempo innecesariamente; cada decisión tiene su momento.
Por último, hay que llevar a la práctica lo decidido. A esto se le llama ejecución. De nada serviría tomar decisiones prudentemente, si la pereza o el miedo impiden llevar a la práctica lo decidido; si atascan o hacen replantearse las cosas. El que se esfuerza en hacer bien cada una de estas fases irá adquiriendo la virtud de la prudencia.
Por cierto, conviene aclarar que pedir consejo en las decisiones más importantes y más graves de la vida no es demostrar ignorancia, sino demostrar cordura. Todas las personas sensatas piden consejo en las cuestiones graves. De hecho, las personas con las más altas responsabilidades son las que más consejo necesitan y, por lo general, las que más lo piden. Todos los gobernantes y ejecutivos, a todos los niveles, se rodean de consejeros que pueden asesorarles en las cuestiones más difíciles. No hay nadie que lo sepa todo, que lo prevea todo, que se dé cuenta de todo, que tenga la experiencia de todo.
Al oír a otros, podemos ver las cosas con otros ojos y evitamos dejarnos llevar por impresiones demasiado personales o poco objetivas. Pedir consejo no es perder libertad, sino aumentarla, porque adquirimos más capacidad para juzgar las cosas y más riqueza de soluciones. Por eso, en las cuestiones más graves de nuestra vida: cuestiones de familia, de trabajo, de salud, de economía, conviene enriquecerse con el consejo de otros; claro está, tienen que ser personas equilibradas, que nos quieran para bien y que tengan alguna experiencia sobre el asunto.
Al pedir consejo no es necesario explicarlo todo, ni transmitir toda la información. Basta la necesaria para juzgar el caso. Pedir consejo no significa que vamos a hacer exactamente lo que nos digan ni que vamos a decidir en el momento en que pedimos consejo. Sólo buscamos otra perspectiva, una opinión enriquecedora. Por eso, hay que dejar hablar al otro con libertad, y no implicarse; es decir, no discutir. Se escucha con atención, se toma nota de lo que es útil, se agradece el consejo, y después, personalmente, se decide. Así se conserva la libertad para decidir.
*Hugo Bravo es profesor de la Universidad Monteávila