Francisco J. Blanco
Es imposible no ser agridulce con el Mundo en estos días. Todo tiene ese vejo de emoción y ese velo de desasosiego que le encanta a la pena. Pero, sin embargo, estamos acá… Estoy acá… Y me enamora siempre la idea de salir a dar una vuelta por nuestros pasillos, y encontrar, aunque sea en medio de la nada, una de las tantas señales de ellas.
Paris 1946. Luego de viajar por el Pacifico con el ejército norteamericano, el fotógrafo de guerra Louis Stettner se residencia en la capital francesa y queda sencillamente obnubilado con esa ciudad. Yo siempre he dicho que lo maravilloso de Paris no es la gente y cómo se viste, las calles, el vino, el café o el caché de decir que estás en Paris. Para mi esa ciudad se entiende en sus techos, y eso es lo Stettner vio, por eso, luego de estudiar fotografía en el Institut des Hautes Études Cinématographiques, se fraguó una carrera fotografiando al hombre común y a sus edificios. Y realmente qué mejor lugar para soñar que bajo el techo que te arropa todos los días, ese edificio que con los años de la vida, se transforma en ti… o tú en él.
La vida de Stettner consistió en la muy envidiable ruta constante entre Nueva York y Paris, tomando fotos de personas, de la ciudad y de sus edificios, haciendo lo que le gusta… Una vida siendo vivida, una vida sin lunes, una vida que lo llevó a aquella playa de Francia donde vio a un campesino completamente vestido echado cuan largo es en la arena, simplemente viendo la vida pasar como un tren.
Esa foto quedó en sus archivos, que tras su muerte en el 2016 su organización incluyó en una serie de postales que por alguna razón, misteriosa para mí, llegó a parrar a esa caja de zapatos, en ese bazar navideño del que ya he hablado en esta columna y durante esta semana me acompañó a ver la vida y a verme a mí en los ojos de ella desde lo alto del corcho de mi escritorio.
De adolescente vi una película. Cuenta la historia de un joven genio que está desfavorecido por la vida y trabaja en el departamento de limpieza de la facultad de matemáticas de Harvard. Lo que me gustó de esa película más allá de las actuaciones, ciertos diálogos, la ilusión de ser genio y la falsa idea de que siendo inteligente iba a conseguir chicas, eran esas escenas típicas del cine indie estadounidense que son largas y sin dialogo, y en el Indomable Will Huntingesas escenas mostraban a los chicos en el carro viendo por la ventana mientras lentamente manejaban a ningún lado… Viendo la vida pasar.
Hoy, por razones que nos exceden y que son poco complacientes todos nos hemos enfrentado de cara a cara con la vida, bien sea porque nos plantamos en la primera línea, porque vamos en el medio, o porque decimos nuestra opinión en las redes sociales, o porque como yo, he decidido no renunciar a mi idea del valor de mi trabajo, porque querer ir a la universidad a toda cosa es mi protesta.
Digo que nos enfrentamos de cara a cara con la vida, porque, independientemente nuestra postura y acción frente a lo que acaece al país hoy, podemos perderla, como la cifra lamentable de fallecidos en estos días, y los centenares han muerto por razones lejos de la natural en nuestro país desde hace años.
Digo esto porque al anclarnos en la realidad tenemos dos opciones: ver la vida pasar o verdaderamente vivir la vida por otro.
Yo escojo la segunda, porque quiero una vida bien vivida, una vida sin lunes, una vida que, cuando no sea más mía, no tener la sensación agridulce de darme cuenta que perdí el tren.
* Francisco J. Blanco es profesor de la Universidad Monteávila.