Derecho y revés | La sordera del poder: en torno a Antí­gona

Carlos Garcí­a Soto.-

En Venezuela los ciudadanos protestan contra el gobierno. Foto: Miguel Eduardo González

Sin duda el poder polí­tico, el ejercicio del poder polí­tico, es uno de los grandes temas humanos. Varios de los textos más luminosos de la historia de la cultura occidental se preguntan sobre qué es el poder, sus lí­mites y consecuencias.

Antí­gona y el clamor ante el poder

La tragedia Antí­gona de Sófocles (496-406 a. C.) es uno de esos textos. A partir de la narración de una tragedia familiar, hay lugar para intuiciones muy sugerentes acerca de temas fundamentales sobre el ejercicio del poder.

Los hechos narrados en Antí­gona son básicamente los siguientes.

Etéocles y Polinice son dos hermanos que, una vez muerto su padre, Edipo, deben gobernar a Tebas durante un año cada uno. Pero Etéocles quiere perpetuarse en el poder. Polinice por ello busca guerreros en un pueblo vecino para impedir que Etéocles se perpetúe. Ambos se dan muerte mutuamente en combate. Asume el poder Creonte, hermano de Edipo y tí­o de Etéocles y Polinice. Creonte decide que se den honras fúnebres a Etéocles, pero las niega a Polinice. Antí­gona, que es hermana de Etéocles y Polinice, y sobrina de Creonte, considera injusta la sentencia que niega las honras fúnebres a Polinice. Y decide darle sepultura por su cuenta, desobedeciendo a Creonte. Creonte condena a muerte a Antí­gona. Pero Antí­gona está comprometida con Hemón, hijo de Creonte. Creonte intenta modificar su decisión y perdonar la vida de Antí­gona. Sin embargo, llega tarde a liberar a Antí­gona. Antí­gona se suicida y luego le sigue Hemón suicidándose también. Y a ellos se suma Eurí­dice, madre de Hemón y esposa de Creonte, suicidándose también.

Los diálogos entre los personajes darán lugar a importantes reflexiones sobre varios temas nucleares sobre el poder. Una de ellas será un interesante diálogo en torno a la legitimidad en el uso del poder. Creonte y su hijo Hemón argumentarán vehementemente sobre el tema, cuando Hemón cuestione la decisión de Creonte de dar muerte a Antí­gona:

“_ Creonte: ¿Y tu consejo es que honremos a los promotores de desórdenes?

_ Hemón: Nunca te aconsejaré rendir homenaje a los que se conducen mal.

_ Creonte: Pues esta mujer (Antí­gona), ¿no ha sido sorprendida cometiendo una mala acción?

_ Hemón: No, al menos así­ lo dice el pueblo de Tebas.

_ Creonte: ¡Cómo! ¿Ha de ser la ciudad la que ha de dictarme lo que debo hacer?

_ Hemón: ¿No te das cuenta de que acabas de hablar como un hombre demasiado joven?

_ Creonte: ¿Es que incumbe a otro que a mí­ el gobernar a este paí­s?

_ Hemón: No hay ciudad que pertenezca a un solo hombre.

_ Creonte: ¿Pero no se dice que una ciudad es legí­timamente del que manda?

_ Hemón: íšnicamente en un desierto tendrí­as derecho a gobernar solo.

_ Creonte: Está bien claro que te has convertido en el aliado de una mujer.

_ Hemón: Sí­, si tú eres una mujer, pues es por tu persona por quien me preocupo.

_ Creonte: ¡Y lo haces, miserable, acusando a tu padre!

_ Hemón: Porque te veo, en efecto, violar la justicia.

_ Creonte: ¿Es violarla hacer que se respete mi autoridad?

_ Hemón: Empiezas por no respetarla tú mismo violando los honores debidos a los dioses.

_ Creonte: ¡Oh, ser impuro, esclavizado por una mujer!

_ Hemón: Nunca me verás ceder a deseos vergonzosos.

_ Creonte: En todo caso no hablas más que en favor de ella”.

Antes, Hemón habí­a señalado a su padre la necesidad de la rectificación en la toma de decisiones polí­ticas, sobre la base de la prudencia:

“_ Hemón: Padre, los dioses, al dar la razón a los hombres, les dieron el bien más grande de todos los que existen. En cuanto a mí­, no podrí­a ni sabrí­a decir que tus palabras no sean razonables. Sin embargo, otros también pueden ser capaces de decir palabras sensatas. En todo caso, mi situación me coloca en condiciones de poder observar mejor que tú todo lo que se dice, todo lo que se hace y todo lo que se murmura en contra tuya. El hombre del pueblo teme demasiado tu mirada para que se atreva a decirte lo que te serí­a desagradable oí­r. Pero a mí­ me es fácil escuchar en la sombra cómo la ciudad compadece a esa joven, merecedora, se dice, menos que ninguna, de morir ignominiosamente por haber cumplido una de las acciones más gloriosas: la de no consentir que su hermano muerto en la pelea quede allí­ tendido, privado de sepultura; ella no ha querido que fuera despedazado por los perros hambrientos o las aves de presa. ¿No es, pues, digna de una corona de oro?  He aquí­ los rumores que circulan en silencio. Para mí­, tu prosperidad, padre mí­o, es el bien más preciado. ¿Qué más bello ornato para los hijos que la gloria de su padre, y para un padre la de sus hijos? No te obstines, pues, en mantener como única opinión la tuya creyéndola la única razonable. Todos los que creen que ellos solos poseen una inteligencia, una elocuencia o un genio superior a los de los demás, cuando se penetra dentro de ellos muestran sólo la desnudez de su alma. Porque al hombre, por sabio que sea, no debe causarle ninguna vergí¼enza el aprender de otros siempre más y no aferrarse demasiado a juicios. Tú ves que, a lo largo de los torrentes engrosados por las lluvias invernales, los árboles que se doblegan conservan sus ramas, mientras que los que resisten son arrastrados con sus raí­ces. Lo mismo le ocurre, sea quien fuere, al dueño de una nave: si atesando firmemente la bolina no quiere aflojarla nunca, hace zozobrar su embarcación y navega con la quilla al aire. Cede, pues, en tu cólera y modifica tu decisión. Si a pesar de mi juventud soy capaz de darte un buen consejo, considero que el  hombre que posee experiencia aventaja en mucho a los demás; pero como difí­cilmente se encuentra a una persona dotada de esa experiencia, bueno es aprovecharse de los consejos prudentes que nos dan los demás”.

Venezuela y el clamor ante el poder

Hoy en Venezuela asistimos al mismo problema: el paí­s le hace exigencias al gobierno, que éste desoye. Paradójicamente, además, tales exigencias constituyen derechos de todos los venezolanos, que no tendrí­an por qué reclamar: elecciones libres, un canal humanitario para el acceso a alimentos y medicinas, respeto al parlamento electo por el propio pueblo y liberación de los presos polí­ticos no son concesiones graciosas que los ciudadanos piden al poder.

La exigencia de esos derechos se ha acompañado en las últimas semanas en enormes manifestaciones de ciudadanos, algunos de los cuales han perdido la vida o han sido heridos o aprehendidos. La misma protesta ciudadana, que es un derecho humano en sí­ mismo, se ha visto reprimida por el poder.

No siempre fue así­ en el paí­s. En unas circunstancias diferentes, pero similares en lo fundamental, el propio general Eleazar López Contreras recibirí­a en el Palacio de Miraflores al rector de la Universidad Central de Venezuela, Francisco Antonio Rí­zquez y al presidente de la Federación de Estudiantes de Venezuela, Jóvito Villalba, quienes lideraban una enorme marcha para la época.

Desde el gobierno, desde el poder, no ha habido respuesta a las demandas ciudadanas. El poder ha sido sordo. Como Creonte, que se preguntaba cí­nicamente: “¡Cómo! ¿Ha de ser la ciudad la que ha de dictarme lo que debo hacer?”.

Los ciudadanos no han recibido justicia. Y las injusticias siguen acumulándose dí­a a dí­a, como una tragedia que no hace sino agravarse cada dí­a.

***

La sordera del poder es una tragedia. En la Grecia antigua y en la Venezuela de hoy.

* Carlos Garcí­a Soto es profesor de la Universidad Monteávila.

* Miguel Eduardo González es estudiante de la Universidad Monteávila.

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