Reflexiones universitarias | Aprender a vivir y aprender a pensar (II)

Fernando Vizcaya  Carrillo.-

Hay que entender la importancia de aprender a convivir. Foto: photopin (license)

Esos detalles importantes para la convivencia humana, de lo que hablamos en el último artí­culo, generan una pregunta: ¿para qué se debe uno esforzar en esos aspectos? ¿No podrí­amos vivir sin complicaros tanto?

Podrí­amos proponer dos objetivos diferentes sobre este tema de reflexión: el primer objetivo es simplificar el trabajo que hacemos ordinariamente. Disminuir el esfuerzo humano en gastos inútiles de tiempo, que suelen ser los efectos del desorden material o de los apetitos, llámense codicia, egoí­smo o envidias. Ese es el plano de justicia como hábito del intelecto porque lo propio de ella es ordenar al ser humano en las cosas relativas al otro. Esto implica igualar en derechos y en deberes propios.

Esto que se trata de explicar con densidad lo podemos concretar, en la mesa de la casa, con las reglas de urbanidad, tan olvidadas hoy en dí­a. Allí­, en la mesa del hogar, aprendemos a respetar al otro en sus opiniones, estamos atentos a servir al otro lo que quiere comer, vamos vestidos con la oportunidad de respetar a la otra persona. Hacerlo constantemente por las acciones pensadas y explicadas se convierte en hábito: el hábito de la convivencia, es decir la justicia.

Aprender en esa convivencia, que a pesar de esa igualdad, nos dice que es justo que algunas personas nos antecedan en una cola de banco, por ejemplo, por su edad o condición. Así­ mismo en la fila de pagos de servicios, y es precisamente  saber pensar y reflexionar sobre la discapacidad o “desigualdad”, lo que nos hace ser justos en acciones no igualitarias.

Allí­ conocemos esa disposición de mejorar personalmente en nuestros actos para poder servir a los demás. Es decir, el segundo objetivo de esos temas que planteamos para saber convivir: ennoblecer el trabajo. Hacerlo noble, agradable a los demás y altruista en muchos aspectos. Por eso se llama a esa prudencia el arte de la recta razón en el obrar.

Cuántos problemas nos evitarí­amos si pudiéramos actuar prudentemente. Al dañarse un semáforo por ejemplo, el acto prudente –y eso lo sabemos racionalmente- puede ser no pasar de primero o intentar pasar antes que el otro, sino dejar pasar. Allí­, en ese acto cotidiano en nuestro paí­s, vemos la lucha contra lo que el apetito quiere y la razón dice. Son obviamente contrarios en la intención del actuar.

Por eso creo que la solución está en lo extremo, en lo alto, lo que a veces humanamente parece la acción del tonto, del que deja que el otro se le adelante. Pero es precisamente allí­ donde está la solución.

Esas soluciones fáciles que a veces conseguimos en escritos y consejos son engañosas y no llevan sino a tener la idea de la buena vida en sentimientos y estados de quietud. Suele ser lo contrario, es el esfuerzo constante y decidido lo que nos hace estar con la conciencia tranquila, con la paz del deber hecho. En uno de sus libros, escribí­a San Josemarí­a Escrivá:

 “¿Quieres ser santo? Haz lo que debes, está en lo que haces”.

Este punto resume el esfuerzo y la lucha que debemos poner en lo cotidiano: poner la racionalidad y el esfuerzo material en hacer lo mejor que podamos y en hacerlo fijándonos en las cosas que hacemos. Sólo de esa manera podemos tener la capacidad de respetar al otro en las cosas diarias, y en servir a ese otro por justicia, hasta que se convierte en caridad, cuidando detalles y formas en el hacer.

Pero todos sabemos las dificultades de buscar una vida buena, de acciones excelente, sin hábitos operativos en las personas que vivimos juntos. Es decir, para que el orden social pueda realmente descansar en las acciones que se repiten, hace falta que la mayorí­a de los miembros de esa sociedad compartan un compromiso, con valores centrales de esa convivencia, y hacerlo en la mayor parte del tiempo de vida.

Esto es un problema de educar. Y ello no se concreta solamente en la escuela, es el ambiente de la casa, del hogar donde convivimos porque ello dará el ambiente de la ciudad, y la escuela servirá para mantener ese orden en el bien personal y en el bien común. Esto es tema de otro artí­culo o de varios artí­culos.

* Fernando Vizcaya Carrillo es decano de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Monteávila.

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