Felipe González Roa.-
La dictadura no es un sistema novedoso. Ni siquiera puede enmarcarse en una única época. Ya los antiguos romanos la preveían para, en momentos de crisis intensa, concentrar el poder en manos de un gobernante fuerte, uno que contase con los recursos suficientes para solventar el problema y regresar la normalidad.
Los antiguos, sin embargo, tenían claramente regulada la dictadura, sobre todo en cuanto al tiempo que debía durar. Había una distinción con la tiranía, la cual sí hacía referencia a un sistema despótico.
En la modernidad la dictadura fue abandonando su acepción de “poderes en la emergencia” y fue asumiendo la forma reconocible de hoy: el régimen del abuso, de la violación de la ley, del desconocimiento de los derechos. La dictadura, en nuestros oídos, simboliza muerte, atraso, destrucción y sufrimiento.
La historia de Latinoamérica, gran parte de ella, ha estado marcada por los gobiernos dictatoriales. La conquista del voto popular exigió una larga lucha, la cual no siempre mantuvo el ritmo del desarrollo de las sociedades, acostumbradas a las marchas forzadas que frecuentemente ha marcado la bota militar.
La guerra fría fue un triste momento para gran parte del continente, rehén de la disputa entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Decenas de países fueron víctimas de la estrategia trazada por Washington, en esa época partidaria del ascenso de gobiernos de fuerza que permitieran frenar los avances de los comunistas. Solo basta con recordar la brutal dictadura de Pinochet, con sus asesinados, encarcelados, torturados y exiliados, para entender la tragedia de esos años.
Cuba era, tal vez, el único país que escapaba de la tutela de Estados Unidos. Sin embargo, estaba lejos de respirar la libertad: disfrazada de “revolución” pronto cayó bajo la férula de la Unión Soviética y la imposición de un asfixiante régimen comunista que coartaba toda forma de pensamiento plural, sin hablar de los prisioneros, los ejecutados y los desterrados.
En 1989 cayó el Muro de Berlín, símbolo del fin de la guerra fría, del triunfo del capitalismo sobre el comunismo, lo que se presagiaba como el fin de la historia.
Por supuesto, la historia no terminó. Las dictaduras tampoco. Y, a pesar del paso del tiempo, todavía hay muchas personas empeñadas en quedarse ancladas en las disputas del pasado. Todavía hay quienes juzgan las tendencias de un gobierno conforme con el color político que dicen defender sus representantes.
¿Es una dictadura el gobierno cubano? Una aborrecible dictadura, dirá la gente de derecha; un ejemplo de dignidad, proclamarán los seguidores de la izquierda.
¿Representa una amenaza la administración de Bolsonaro? Un grave peligro, gritarán los izquierdistas; una forma tradicional de entender el mundo, proclamarán los derechistas.
Todos tienen el derecho de desarrollar sus formas de pensamiento y mantener (y defender) sus ideas. Nadie tiene por qué creer en lo que no siente o no comparte. Pero al mismo tiempo todos tienen el deber de ser consistente en sus posiciones y no dejar que los colores políticos obstruyan la visión y, sobre todo, nublen la reflexión y el razonamiento.
No hay dictaduras de izquierda ni hay dictaduras de derecha. Todas son, en definitiva, regímenes abusadores y negadores de todo tipo de dignidad humana. Toda persona sensata, con criterio, que respete y tolere a los demás, debe rechazar cualquier forma de gobierno opresiva y que conduzca a la miseria.
Sin importar si se ve el mundo de color azul o de color rojo.
*Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila