El representante

Historias increíbles

Francisco Blanco.-

Esto es un hecho de la vida real.

Eran esos años donde trabajaba en el colegio. Un pequeño edificio de tres pisos, una casita amarilla, una granja y el frí­o que nunca para en la cima de la montaña.

Un martes en la tarde, estábamos mi amigo y yo ayudando a unos chicos del cole a pintar un mural, donde pondremos el equipo de rescate. Cuando sube a revisar los extintores, la persona encargada de la seguridad industrial del edificio,  que a su vez es el representante de una niña de 5to grado, nos ve y nos da algunas recomendaciones para el mural de rescate, cuando, de la nada comienza a contarnos:

“Yo tengo en la casa unos arneses y una cuerda que no uso desde hace tiempo, si los necesitan se los puedo prestar, aunque ¿saben qué? esas cosas no se prestan. Yo soy bombero voluntario y cuando estaba haciendo un curso de helitáctica me faltaba un descendedor, unos chamos del grupo Humbodlt, que conozco desde hace años, estaban de facilitadores y no me quisieron prestar uno… por eso mismo, prestas un equipo de esos, te lo dañan y cuando estás montado en una máquina (helicóptero) haciendo una maniobra, te puedes matar. Tení­a también un casco Petzl, pero se me perdió… eso sí­ me dolió.

Fue en el 99, durante la tragedia de Vargas, yo estaba con otros siete bomberos y se nos sumaron ocho voluntarios del cuerpo de la Simón Bolí­var, estábamos en helicóptero sacando gente que estaba aglomerada en los campos de golf en Caraballeda y llevándola a Maiquetí­a, metí­amos a un gentí­o en ese Puma, en cada viaje que hací­amos metí­amos a más personas, aprovechando que a medida en que menos combustible tení­amos más peso podí­amos llevar.

Cuando en una de esas llegamos a los campos de golf me di cuenta que el operativo puesto en marcha, para sacar a la gente de ahí­, se tardarí­a demasiado. La cosa se estaba poniendo fea… comenzó a llover, la gente estaba mal, habí­an trescientas personas que tení­amos que movilizar… no nos podí­amos quedar ahí­â€¦ habí­a que moverse.

En ese momento le dije a mis muchachos que nos tení­amos que ir de ahí­, y rápido… nos vamos a pedal les dije. Mandé a uno en moto hasta Maiquetí­a para que viera si el camino estaba muy comanche (peligroso). Cuando regresó me dijo que la cosa iba a ser ruda pero que estábamos “16” (positivo). Podí­amos irnos. Nos armamos full papa (con equipo y comida), les dije que tení­amos que ordenar a la gente en dos filas y que nosotros nos repartirí­amos en parejas por todo lo largo. Acomodamos a  todo el mundo y nos fuimos…

Fueron dieciocho kilómetros… salimos como a las once de la mañana… pasamos rí­os que rugí­an desde la garganta de la montaña hasta el mar. Caminamos por horas, fue muy duro… mantení­amos a ese gentí­o con pancitos de jamón que hací­an los voluntarios que se nos sumaban de a ratos. Vimos de todo, pasamos piedras gigantes, donde antes habí­an casas, todo estaba lleno de pantano… el aire estaba pesado y el olor a sal, se mezclaba de manera amenazante con el sonido de los truenos y con ellos… gritos y lágrimas.

Al que se le iban los tiempos le metí­amos medio pote de Gatorade, un cuadrito de chocolate y se levantaba como un zombie, los muchachos y yo tení­amos los bolsillos del ranger (uniforme), llenos de bichos de esos, pero la cuestión no pintaba bien.

Cuando trabajas en esto, ves cosas terribles, la muerte no es bonita chamo, pero yo nunca he visto cosas tan horribles como las que vi en esa travesí­a… niños perdidos… viejitos solos, caminando cansados sin nada y sin nadie… el susto del momento, no permití­a que la gente dejara de llorar… pero lo peor fueron los que estaba abusando de los demás, tanto fí­sica como moralmente, esos desalmados que haciendo de las suyas, no respetaban si la gente estaba viva o muerta.

En el camino se escuchaba plomo parejo, yo estaba horrorizado, cuando me le crucé a un teniente de la Guardia Nacional y le dije que dejaran la plomazón, que nosotros estamos aquí­ para salvar vidas. A lo que él me responde: “Tenemos que aprovechar, porque nosotros estamos aquí­ para limpiar la ciudad”. Me volteé y escuché dos disparos… Uno menos, pensé.

Seguimos caminado sin mirar atrás, al frente estaba Maiquetí­a, donde esta gente estará segura, tení­amos que seguir caminando, dejando atrás el sonido del ívila desgarrándose, y el temible ruido sin eco del plomo…

Eso ahora es una carretera que se recorre en media hora, pero imagí­nate… en ese momento… nosotros, dieciséis bomberos protegiendo a trecientas personas caminando en pánico, eso fue un éxodo, tal como Moisés y los judí­os cruzando el desierto… una locura, pero habí­a que hacerlo.

Llegamos a eso de las cinco de la tarde a Maiquetí­a, yo me senté en un horno microondas que alguien habí­a donado (no sé para qué) y fue cuando mis muchachos y yo caí­mos en cuenta que no habí­amos comido, nos trajeron unas hamburguesas y una pizza, pero vimos que más allá de donde estábamos habí­an unas personas recién llegadas. Con la misma, nos paramos y les dimos nuestra comida.

Esa noche, me fui a La Carlota y de ahí­ a prestar servicio en Chichiriviche donde las máquinas que tení­amos nos permití­an hacer maniobras de rescate nocturno. Al cabo de unos dí­as llegué a mi casa, cansado y con un nudo en la garganta, nunca lo habí­a tenido… no sé.

A la mañana siguiente comencé a llorar y no paré por dos dí­as. Mientras lograba descansar, se me iba quitando el nudo de la garganta y fue cuando caí­ en cuenta que en algún lugar de esa travesí­a se me habí­a perdido el casco.

Mi amigo y yo no podí­amos hablar, el representante con los ojos aguados, le dio la mano a mi amigo, me dio una palmada en el hombro, se despidió y se fue.

*Francisco J. Blanco es profesor de la Universidad Monteávila

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