Fernando Vizcaya Carrillo.-
Desde la antigua Grecia se tenía muy claro que la educación en cuanto tal pertenecía a la comunidad, más que a una persona o grupo de personas. La comunidad, en aquel tiempo, tenía unas características diferentes de las que conocemos hoy en día.
Un estado responsable y comprometido con los deberes de justicia y bienestar de la población, debe tener claridad en cuanto a las metas y fines de la acción de transmisión, él es el responsable de ejercer, y fiscalizar la acción de enseñanza de los ciudadanos, tendente a la formación de la conciencia moral y a las capacidades profesionales de todos los ciudadanos.
En esto podemos distinguir dos necesidades básicas que debe satisfacer el estado. Una de ellas es que la educación moral debe propender a la formación de personas autónomas y, al mismo tiempo, con necesidad de espíritu de cooperación que se requiere para una comunidad estable.
Otra necesidad ineludible es que la conciencia de que el trabajo es esencial para el desarrollo del individuo como persona humana, incluyendo su aspecto trascendente. Por esto el estado debe asegurar a sus ciudadanos el acceso, la permanencia y el trabajo como opción necesaria para esa comunidad.
En otras palabras, las sociedades o comunidades políticas son complejas, compuestas por una diversidad de individuos, de asociaciones e instituciones, que deberían dirigirse al bien común, estableciendo una manera trascendente de considerar a la persona, como centro y sólido asidero de los derechos y condiciones para su desarrollo.
Pero, por otra parte, entre el Estado y el individuo existen grupos secundarios que tienen a aislar a las personas según sus particulares intereses y concepciones. Sean de tipo político, económico o incluso de estirpes o razas.
Por eso, la educación que se debe ofrecer al individuo en toda sociedad, se fundamenta en el respeto al derecho del otro, su capacidad de crecer en ambientes en los que pueda desarrollar, proyectos personales sin la intervención de intereses que contrarresten su creatividad y libre albedrio.
Todo esto, educativamente se fundamenta al cultivo de hábitos, que se deben elegir como excelencias, que convienen a ese determinado grupo y su permanencia en el tiempo.
De esta manera, el fin del estado democrático es un “fin esencialmente humano”, pues promueve y asegura la individualidad más completa que puede permitir el estado social.
Si se logra esto, de manera educativa, los ciudadanos le prestarán su apoyo activo y constante, pues se vive un Estado que busca el bien común, y no uno particular, interesará a todos por igual.
Por otra parte, el estado puede equivocarse, por diversas circunstancias, así que teniendo el cultivo de esos hábitos necesarios para la convivencia, como saber escuchar y argumentar adecuadamente, las vías de rectificación y obtención de nuevas metas, tienen un camino adecuado. Iremos profundizando algunas de estas ideas en los próximos artículos, de manera que pueda ser útil para las diferentes metodologías docentes.
*Fernando Vizcaya Carrillo es profesor de la Universidad Monteávila