Felipe González Roa.-
“Quien no conoce su historia está condenado a repetirla”. Es una frase muchas veces repetida, pocas veces entendida, que casi ha quedado como un cliché. ¿Por qué siempre tiene que asumirse la historia como un relato negativo? Una vez se escuchó decir a un muy sabio profesor que más apropiado sería decir “quien conoce su historia puede evitar que se la arrebaten”.
Este tipo de reflexiones son las que probablemente debe hacerse todo estudiante universitario (y, por supuesto, todo profesor) cuando se está iniciando un nuevo período académico, cuando todos están dispuestos a estudiar para aprender, no para conseguir una calificación (un simple número) que no refleja nada; o un título (un simple papel) que tampoco otorga, por sí solo, mayores atributos.
Es en cambio el contraste y el debate de ideas para la búsqueda del pensamiento profundo y trascendental lo que realmente le da sentido a la universidad. Es probablemente lo único.
En definitiva, la universidad es el espacio para crear y compartir el conocimiento, pero no solo para disfrute de los “eruditos”, sino para ponerla al servicio de la comunidad, para atender sus necesidades y procurar un mejor nivel de vida para todos. La universidad no es una torre de marfil sino un campo abierto y dispuesto para los demás. Y, en definitiva, esa es la principal motivación que debe alimentar a estudiantes y a profesores.
La búsqueda del conocimiento y, sobre todo, emplear ese conocimiento con fines bondadosos, implica la relación fundamental que debe haber entre la teoría y la práctica. Sin conocimiento teórico no es posible comprender el mundo, y si este conocimiento no se ejerce queda envuelto en el polvo. No puede haber teoría sin práctica, pero tampoco práctica sin teoría.
Cada vez pareciera que las tendencias contemporáneas promueven más el “hacer” que el “pensar”. Grave error. La subordinación a la técnica solo llevará a la construcción de edificios vacíos, fríos armazones sin nada adentro. De eso deben huir los universitarios.
Para situar esta idea en contexto es suficiente hacer un recorrido por las ya predominantes redes sociales, las cuales hacen furor sobre todo en las nuevas generaciones (ya tal vez no tan nuevas). Instagram y Tik Tok son sin duda una maravilla, ¿pero solo pueden ser empleadas para bailecitos sin sentidos o fotos de niños que sacan la lengua o que se tapan la cara con el teléfono celular? Sí, eso puede ser entretenido, pero puede haber mucho más.
Un magnífico ejemplo puede hallarse en la cuenta en Instagram (ichbinsophiescholl) que hace unos cinco meses abrió la televisión pública alemana para conmemorar el centenario del nacimiento de Sophie Scholl, líder del movimiento de resistencia anti nazi la Rosa Blanca. Allí se narran, con todas las bondades que permite la tecnología digital, los últimos 10 meses de la vida de esta joven, cuya prematura muerte (a los 21 años fue asesinada por la Gestapo) no puso fin a las lecciones de su valerosa vida.
Hoy, gracias a internet, muchos jóvenes (y tal vez no tan jóvenes) redescubren a Sophie, aunque quizás el mayor agradecimiento debería ser para aquellos creadores que entendieron que a través de las nuevas herramientas digitales también es posible buscar y difundir el conocimiento.
No hay mejor servicio que el hacer pensar a los otros. Ojalá esta ilusión nunca abandone a los universitarios.
*Felipe González Roa es director de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad Monteávila