El Dí­a de la Raza

Alicia ílamo Bartolomé.-

Nada de “Encuentro de dos mundos”, ni “Resistencia indí­gena”, ni de alguna otra sandez: “Dí­a de la raza” y punto. Porque ese 12 de octubre de 1492, cuando expiraba el siglo XV para abrir paso al XVI, siglo de la conquista y la colonización, se engendraba nuestra raza americana. Al pisar el español este territorio tropical se iba a identificar con él, tanto, que no tendrí­a a menos sembrar su semen en los vientres indí­genas y más adelante en los negros y mulatos. Bendito sea el colonizador español y su temperamento, que se mezcló y se quedó. Ni la Guerra de Independencia ni la Guerra a Muerte quebrantaron esa simbiosis. En cambio, desembocó en tragedia la independencia de otras colonias europeas en ífrica y Asia. Sus colonizadores no se mezclaron con los pueblos que encontraron; sus hijos, aunque nacidos por generaciones en esos territorios y sintiéndolos su patria, a la hora de la separación los aborí­genes no los reconocieron y los echaron fuera. Es lo que dijo un autor francés sobre el caso de Indochina: Francia la habí­a hecho su concubina, pero jamás su esposa. Muy diferente el conquistador español: hizo de América su cónyuge legí­tima y se quedó en sus hijos. Ni españoles ni criollos realistas fueron expulsados después de la independencia.

Las estatuas del Almirante Cristóbal Colón pueden ser tumbadas y su historia tergiversada con malignidad para hacerlo aparecer como un malvado aventurero explotador y cruel; es el empeño de los regí­menes polí­ticos del socialismo del siglo XXI y de otros aberrados iconoclastas del norte, pero no harán jamás un borrón definitivo. La historia, la verdadera historia, lo volverá a colocar en el pedestal que merece. La hazaña de Colón comienza por su cientí­fica fe en la redondez del mundo, su empeño por llegar a las Indias por el otro lado, convencer de su tesis, poco creí­ble en su tiempo, a los que podí­an patrocinar su aventura económicamente, como Isabel la Católica y lanzarse a ésta con decisión, coraje y mal acompañado. Porque tuvo que reclutar, no a los mejores, sino a los peores, hombres sin futuro, presidiarios y mercenarios, que no arriesgaban nada, sino más bien recobraban la esperanza perdida de encontrar un camino, una nueva vida. Con ese contingente y sus tres carabelas se lanzó a la mar, al inmenso océano desconocido y se encontró un Nuevo Mundo.

Dicen que los italianos del Renacimiento, en su mirada hacia atrás, en su búsqueda del arte de la antigí¼edad clásica, en la música, les pasó lo mismo que a su paisano genovés: se encontraron con la ópera, un nuevo mundo musical. Es una caracterí­stica de la humanidad: a veces consigue lo que no anda buscando. En cierta forma le sucedió a Alexander Fleming con la penicilina, aunque era un microbiólogo investigador, la halló más por azar que por su propia investigación. Los descubridores de la fuerza atómica, no calcularon el alcance lo que encontraron. Mientras que el descubrimiento casual de Fleming representa un gran paso hacia adelante de la ciencia médica al inaugurar la era de los antibióticos, el de la energí­a atómica, con todo su inmenso potencial de bien para la humanidad, constituye también la más temible amenaza para su supervivencia. Creo que Nostradamus tení­a razón cuando en el siglo XVI profetizó que en 1945 el hombre dejarí­a de gobernar la tierra: es el año del lanzamiento de la bomba atómica. Un potencial que se escapa del control humano.

Me gusta soñar con el regreso de Colón a los sitios donde estaba su figura atisbando el horizonte. Alguien fantaseó diciendo que habí­a resucitado y lo trajeron a Nueva York. El Almirante se quedó perplejo y exclamó: “¡Cómo estará Macuro!”. ¡Macuro…, pobre pueblo del estado Sucre, primer lugar continental que los españoles pisaron en el tercer viaje de Colón! Don Cristóbal no descendió, se limitó a costear en su nave esa costa que el mismo llamó Tierra de Gracia. Le pareció el Paraí­so. Quizás la ausencia de la huella del Descubridor dejó pasmado a Macuro. Tal vez hoy es menos de lo que fue ayer.

El Dí­a de la Raza me ha servido para reflexionar, criticar, meterme un poco en la historia y dejar suelta mi fantasí­a. Quisiera que ésta me ayudara a imaginar un continente americano mejor, orgulloso de su origen y su realidad.  Los diversos paí­ses, con su identidad propia, estamos ligado por lo que nos dejó la Madre Patria en común: una lengua, una religión, una manera de ser y padecer.  Los del norte nos llaman, con cierto tonito peyorativo, “latinos”, pero nosotros, con orgullo de raza, bien podemos llamarnos “iberoamericanos”.

*Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Universidad Monteávila

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