Alicia ílamo Bartolomé.-
Mi artículo anterior para Pluma, “La belleza de la creación”, causó buena impresión en mis escasos lectores. Remataba el penúltimo párrafo así: “Sí, la Creación es bella. Más todo lo que el hombre ha agregado a esa belleza creada a través del arte y la cultura. ¿Por qué no disfrutamos más de este maravilloso entorno?” A esta creación del hombre quiero referirme hoy, basándome en un texto a propósito del artículo, enviado desde Madrid, por Xavier Reyes Matheus.
Él se ha hecho miembro de la Sociedad de Amigos del Museo del Prado y visita éste cuando se le antoja, sin hacer cola, ni seguir la consabida ruta de los turistas que a vuelo de pájaro ven las obras más conocidas. Digamos que anda por las veredas menos transitadas y de una de esas me escribe lo que transcribo:
“… Topé con una tabla que me dejó boquiabierto: una bellísima representación de Santa Catalina de Alejandría que cualquiera diría hecha por Da Vinci, y que se atribuye a un casi desconocido pintor de un pueblo de Ciudad Real, contemporáneo del genio italiano, que se llamó Fernando Yáñez de Almedina. ¿Cómo pudo aquel manchego, que trabajó sobre todo en Valencia, realizar una obra semejante cuando en España aún no soplaba nada, prácticamente, de los vientos renacentistas de Roma o de Florencia? Durante mucho tiempo nadie supo responder a tal pregunta, hasta que se pusieron a investigar una obra -cómo no- irrealizada de Leonardo: “La batalla de Anghiar”. El tal era un encargo que le había hecho el gobierno florentino para adornar una pared del Salón del Gran Consejo en el Palazzo Vecchio de la ciudad; y, tomando en cuenta que a Miguel íngel le habían encargado la pared de enfrente, se habría tratado de la única oportunidad para ver juntas sendas obras de los dos genios. Pero, como de costumbre, el de Vinci empezó a experimentar con técnicas nuevas; hizo los bocetos, pero al llevarlos al muro los colores y los materiales que usó le dieron problemas; la pintura comenzó a degradarse antes de terminarla, y el inconstante Leonardo desistió de seguir y dejó el trabajo a medio hacer (….) los papeles suscritos entre el de Vinci y los florentinos dejan constancia de los ayudantes que asistieron al maestro, y entre ellos apareció, de repente, un tal «Ferrando, spagnolo». ¡El autor de la Santa Catalina había trabajado codo con codo con el de la Mona Lisa! (…) así tiene su obra aquel rostro de formas difuminadas, aquella dulzura misteriosa y elegante, aquella expresión de Madonna de las Rocas. Pero Yáñez de Almedina no fue un mero imitador (…) su Santa Catalina (…) no está en Italia, sino en España (…) el fondo arquitectónico (…) no es un gran pórtico de aliento clásico sino una construcción mudéjar, de ladrillos rojos (… ) algo todavía más fascinante: su atuendo no es el propio de una “nobildonna” de Ferrara o de Mantua, sino que va vestida de morisca, con un traje y un velo de lo más exóticos; las mangas del vestido llenas de inscripciones árabes escritas en caligrafía cúfica.”
Es fascinante la trashumancia del arte. Es la creación del hombre que no tiene fronteras. En la historia artística de Europa -la que más conocemos- vemos cómo los artistas se trasladaban de un lugar a otro y encontraban mecenas en diversos países; sus obras dejaron de ser nacionalistas para ser universales. Así se propagó el Renacimiento.
Es interesante que la masonería, después transformada en otra cosa de carácter político y hasta esotérico, nació de esa necesidad de trashumancia de los artistas, de una suerte de cofradía de albañiles finos (en francés maí§ons, franc-maí§ons: albañiles, artesanos, de libre tránsito) que se constituyó en el siglo VIII para facilitar el paso de estos arquitectos nacientes de un país a otro. De ahí el lema de las logias: “A la gloria del gran arquitecto del universo”, que no es otro que Dios.
El hombre se comunica a través del arte sin necesidad de la palabra, aunque ésta es arte en la poesía, la literatura. Pero es a través de las artes plásticas y de la música que el arte es verdaderamente planetario. La representación del color, la forma, podemos comprenderla todos, ¡y no se diga la música! Según una aproximación menor o mayor a nuestras culturas, podremos apreciar y gozar en menor o mayor grado la obra artística, pero siempre la sentiremos allí, aun sin comprenderla del todo. Los museos y los recintos musicales los podríamos ver como templos de la confraternidad universal.
*Alicia ílamo Bartolomé es decana fundadora de la Universidad Monteávila
¡Qué descubrimiento tan extraordinario!
Gracias, querida Alicia, por permitirnos conocerlo.